Cuento del burro holgazán
Desde que escribí un libro, Cuentos de Belén, en la editorial San Pablo, todos los años por estas fechas publico alguno de los relatos que aparecen en la publicación
Mi madre soñaba, como todas las madres, que yo me convirtiera en un burro muy famoso: “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo algodón” pero no se cumplieron sus deseos. Resulté un animal más bien feo, frágil, pequeño, con el pelo de un color indefinido en todas las gamas de grises, ojos saltones, orejas más caídas de lo normal y una boca que parecía un buzón. Pero lo peor, cuando pasaron los meses, fue la fama que cogí de vago y remolón. La verdad es que yo no era así ya que me gustaba complacer, pero hiciera lo que hiciera, me forraban a golpes con lo que decidí que al menos trataría de no cansarme
El primer destino que me deparó la vida fue trabajar en una cantera acarreando las piedras necesarias para edificar las casas de una ciudad cercana a Nazaret que se llamaba Séforis. Eran construcciones preciosas cuyos dueños eran, griegos y romanos, muy ricos. Mi amo, que era judío, cuando no le oían sus clientes, los maldecía diciendo que eran paganos y ladrones ya que les habían arrebatado sus tierras. El trabajo era duro pues la distancia era larga y las piedras pesaban lo suyo con lo que yo andaba arrastrando las piernas a pesar de que me molían a palos. Ignoro el motivo, si fue mi pequeño tamaño o actitud remolona, por el que mi dueño me puso en venta con el pensamiento de sustituirme por otro animal que cumpliera sus expectativas. Se fue corriendo la voz por Nazaret y la noticia incluía mi precio, que no era muy alto
Llegó a los oídos de una pareja de recién casados que tenía que hacer un viaje, y como la esposa estaba embarazada de muchos meses, buscaban una cabalgadura. Tras un largo regateo con mi poseedor llegaron a una cifra abordable para los jóvenes y me fui tras ellos sujeto por un largo ronzal. Estaba satisfecho pues cualquier labor para lo que fuera demandado sería mejor que la cantera. Pero mi esperanza se vino abajo cuando escuché que el destino de su viaje era Belén, lo que suponía andar muchos kilómetros por unas carreteras mal cuidadas en las que te exponías a romperte una pierna y con una mujer encinta como presumible carga
Pero no me parecieron tan mal mis nuevos dueños pues cuando ponían las mantas y alforjas sobre mi lomo, en preparación para el viaje que íbamos a llevar a cabo, me daban golpecitos cariñosos y me susurraban palabras reconfortantes al oído. Incluso me curaron una herida en la pierna que arrastraba desde hacía meses
Nos pusimos en camino a mediados de diciembre, un mes poco apto para viajar ya que el día era corto y los caminos estaban embarrados. Escuché a la pareja decir que lo hacían para darse de alta en el pueblo del que era José, el marido, pero no entendí el motivo de esa necesidad tan perentoria. Me cargaron con pan, queso y algunas longanizas, lo necesario para el primer día, pues el resto de la comida la irían comprando en los pueblos donde pernoctaran
Yo cargaba con María, que era el nombre de mi nueva ama, y cuál no sería mi estupefacción cuando al llegar a una cuesta muy empinada, le dijo a su marido que quería descabalgar para no fatigarme. Nunca había escuchado, tras abandonar el hogar materno, unas palabras semejantes ¡Preocupación por mi salud! Aquello era inaudito y desde aquel momento me convertí en un defensor de su persona
Cuando los caminos tenían charcos me colocaba encima para que los caballos que nos adelantaban no nos salpicaran; en el terreno con baches andada despacio para amainar los vaivenes pues sabía que estaba dolorida; a la hora de descansar bajaba lo que podía para que su salto al suelo fuera menor… acabamos siendo amigos, aunque parezca inaudita la amistad entre un burro y una mujer
Al llegar a Belén intentaron dormir en una posada, pero no encontraron sitio y María le pidió a José que se alejaran del pueblo pues no quería dar a luz rodeada de gente. El buen hombre encontró un establo semi derruido donde se encontraba un buey. Entablamos una rápida amistad contándonos nuestras respectivas vidas de animales. La suya fue tan difícil como la mía en cuanto que el agricultor, del que dependía, estaba en la ruina y casi no le alimentaba
María dio a luz a un precioso niño y el establo se llenó de luz y de paz. Causaba emoción verlos. Le pedí al buey que se acercara pues nuestra presencia próxima daría calor al recién nacido y al ver nuestra actitud la madre le contó al hijo lo que yo había hecho por ella. “Cuida del burro, le dijo, como él nos ha cuidado a tu padre y a mí a lo largo del camino”. Aquel niño me miró y os juro que me dijo: “entrarás conmigo en Jerusalén, te cuidarán tus amos y serás el burro más famoso de la historia”.
Me olvidé de sus palabras con el paso de los años, pero se cumplieron ya que cuando yo era muy mayor nos volvimos a encontrar en Jerusalén. Jesucristo me miró con cariño y unos ojos que demostraban reconocimiento, montó en mi lomo e hicimos una entrada triunfal en la ciudad. Podía haber buscado un caballo, pero quiso cumplir las promesas, incluida la que me había hecho y me escogió. A los pocos días se terminaron mis días en la tierra pues ya habían visto mis ojos al salvador del mundo
¿Y qué pasó con el buey que calentó su cuna? De momento, comió como no lo había hecho en su vida pues los vecinos llevaron muchos alimentos al establo y María se ocupó de que le llegaran. Y aunque menos famoso que el burro su imagen quedó grabada en todos los portales de Belén que se fueron montando en los hogares a lo largo de la historia pues Jesucristo nunca olvida a los suyos