Nuestra casa definitiva, la grande, la eterna, está allí. El adviento nos lo recuerda. El domingo pasado lo repetíamos en el salmo responsorial. Qué suerte rezar oficialmente con palabras tan bellas.
Qué alegría cuando me dijeron: / “Vamos a la casa del Señor”. / Ya están pisando nuestros pies / tus umbrales, Jerusalén. Jerusalén es el final del viaje humano, la “
ciudad que no se acaba”. Además de la cercanía de las fiestas navideñas, celebramos
la venida postrera del Señor que nos abre la entrada a esa ciudad donde “se nos prepara una vivienda eterna”. En adviento o fuera de él, canté modestamente, desde
la esperanza, la certeza de llegar a esa casa y
a esos brazos que en el amor sostienen el mundo.AMARTE A TI
Amarte a ti cuando por fin
beba y abrace eternamente, toque y haga mías
tu voz, tu dicha
viéndote cara a Cara, amor a Amor y vida a Vida,
será sencillo como encender mis ojos
en la luz de tus ojos, Madre
y Padre de los astros con quien soñé mil noches.
Pero aun entonces
me gustaría recordar contigo,
decírtelo al oído suavemente,
con el susurro claro del amor sin retorno,
que ya antes sin luz, casi sin voz, con mis caídos
brazos de tiempo, con mi cuerpo
de planeta apagado,
te amé hasta el fin de mis cenizas
y me dejé abrazar y hasta abrasar de ti,
vivo y querido, convertido en llama.
(Mayo de 2009)
(De Apasionado adiós, Madrid, Vitruvio, 2013).