Cenar con un resucitado

Vaya experiencia. Y hay quien la tiene cada día a su alcance. Uno va de camino de susto en susto, de sobresalto en sobresalto. Yo estuve en Emaús hace ya bastantes años. Es un pueblo a pocos kilómetros de Jerusalén con una iglesia moderna. Nadie nos garantizó que éste fuera con alguna seguridad el lugar al que se refiere el evangelio de Lucas. Pero yo creo haber estado en Emaús más de una vez. Y más veces aún de camino hacia la aldea del milagro. Cuando escribo “de camino”, me refiero a la zozobra, al incierto avanzar de la condición humana. Creo también humildísimamente haber dado al final con el rostro de Jesús. Él se aparece incluso a quienes sin saberlo lo buscan.


EMAÚS


¡Cómo me gustaría
encontrarme contigo en el camino
sencillamente y como por azar
y, al contarte mis miedos, al abrirte mis dudas,
al darte la razón de mis tristezas,
oír tu voz de caminante amigo,
escucharte explicar las escrituras
(y cómo me ardería el corazón de oírte)
y dar razón de ti,
de tu pasión y muerte,
y de tu amor a muerte,
de tu resurrección de entre los muertos!


Y luego ¡con qué amor y con qué
firme presentimiento
te invitaría al ver caer la tarde
a alojarte en mi casa,
sacaría mi pan, serviría mi vino,
te sentaría junto a mí aguardando
los signos de una cena memorable!


¡Cómo me gustaría
verte tomar el pan y bendecirlo,
partirlo con tus manos y, al tenerlo en las mías,
tocar la gloria y descubrir tu rostro!


¡Cómo me gustaría
encontrarme contigo, aun sin saberlo,
cuando me topo a un hombre que camina
como viajero de mi mismo viaje,
ahora que sé que todos los caminos
están llenos de ti,
que todos los que van a nuestro lado
o se nos cruzan en la misma vida
pueden sentarse a nuestra misma mesa!


¡Cómo me gustaría
vivir en Emaús a cada instante
y descubrir tu rostro y tu presencia
en el rostro divino de los hijos
de nuestro mismo Padre!


¡Cómo me gustaría!


(“Cien oraciones para respirar, p. 80-81,
Obra poética, p. 392).
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