Me admiro de la escasa repercusión del caso Dani Pedrosa y sus veinte compañeros del timón y del yate, socios de una más que procelosa navegación académica.
Es duro ser de este país. Hay demasiado truhán. Demasiado trilero. Naturalmente no he leído todos los periódicos, ni oído todas las radios..., pero tengo la sensación de que el escándalo ha pasado bastante inadvertido.
¿Y quién soy yo para llamar escándalo a un asunto tan español? ¿Copiar en los exámenes? La gente te lo cuenta como una gracia cargada de méritos. ¿Falsear un parte de accidente ante la compañía de seguros? Hay quien lo relata con orgullo. Nunca olvidaré a aquel gemelo, de notable relevancia social, contándome, igual que si se tratara del chiste más divertido, cómo en alguna ocasión se examinó él por su hermano o su hermano por él.
¿Mentir, robar, estafar...? Pecadillos de esta España que en punto a moralidad sigue siendo la rabadilla de Europa. Toda la vida de Dios dándole al mazo con el sexto mandamiento y resulta que en el séptimo y el octavo nuestro país es la flor y nata de una leche verdosa y en repugnante descomposición. Gente con pinganillo examinándose de patrón de yate al dictado del exterior. Sujetos que suplantan en el interior personalidades ajenas... Todo eso está en el juzgado. No voy a decir que dudo de la justicia.
Dudo, recelo y no me fío un pelo de que nuestra sociedad de pícaros condene tales o similares prácticas con la debida energía. Al margen de este caso, el hedor está ahí, bien extendido. ¿Han visto ustedes que los ciudadanos corran a comprar mascarillas?