Madre de todos los días (En el Día de la Madre)

Tuve a mi madre y la cuidé en mi casa hasta sus 94 años largos con que murió. Este regalo queda en mi vida como uno de los recuerdos más felices y duraderos. En “El día de la Madre" (San Pablo, 2003) y luego, tras su muerte, en “Este debido llanto” (Vitruvio, 2010), no hice más que contar y cantar lo obvio, eso sí, con un apasionado sentir que, seguro, me acercaba al de la mayoría de los mortales. De “Este debido llanto” ya se ha ocupado con generosidad en su blog de Religión Digital mi amigo Nicolás de la Carrera. Ahí van hoy estas dos páginas del primero de los títulos.


MADRE CON NIÑO EN LA PLAZA

Está sentada la madre joven en un banco de la plaza. El hijo chico corretea a su alrededor. Avanza tambaleándose, haciendo graciosos ejercicios de equilibrio inestable, al encuentro de otros niños de su edad o mayores que él. Se encapricha con el juguete de un compañero, se lo disputa belicosamente o se hacen amigos y toma parte en el mismo juego de su rival, o asiste simplemente como curioso observador.

La madre sigue atenta desde su banco los movimientos de su hijo chico. Tiene a su lado a otras madres jóvenes y parece feliz, orgullosa junto a ellas en su oficio de madre. La tarde de verano se ha detenido en el corazón y en la memoria de la madre joven. En la plaza, espaciosa pero cerrada como un cuarto de estar, el tiempo mismo se ha detenido. Mira a cada paso a su hijo y se siente relajada, plena, segura en la posesión del instante, olvidado su cuerpo, desligada su mente del antes y el después, justificada su plenitud en la existencia y la cercanía de su hijo chico. Charla con las otras madres de su banco, seguras y relajadas como ella, con el ojo atento a sus respectivos hijos chicos, haciendo de la tarde un profundo, dilatado paréntesis. El mundo podría ser sólo esta plaza, un espacio total, autosuficiente, firmemente cerrado y feliz sin la necesidad de otros orbitales apoyos.

De vez en cuando se acerca el hijo chico a la madre joven. La muestra como sucesivos trofeos un palito, una pequeña piedra, el fruto engañoso pero bello de un árbol de jardín, el botín arrebatado en la conquista a un compañero de juego: una pelota, un muñeco, un triciclo... Ella admira los trofeos que el hijo chico le trae, le manda devolver lo conquistado a su dueño; se levanta tal vez ella misma hasta dar con él y, si es preciso, busca los gestos y las palabras adecuadas para restablecer entre ambos la concordia. Luego torna al banco y observa de nuevo los juegos en paz, las idas y venidas tambaleantes de su hijo chico.

La madre joven está allí. Larga es la tarde. No tiene prisa el sol. La luz, el aire, todo parece ponerse de acuerdo para que ella olvide que ha salido de casa sin reloj. La luz es la medida de la tarde. La luz y la tibieza que le presta son como la garantía de un tiempo perdurable. La plaza es, por sí sola, un orbe. En él están, como ignorante centro, la madre joven y su hijo chico, esa doble presencia que mide en eternidad las horas.






¿CÓMO SUIRGISTE EN MEDIO DEL PAISAJE?

Ante la Virgen de la pradera
o Virgen del Belvedere de Rafael
(Kunsthistorisches Museum, Viena)

¿Cómo surgiste en medio del paisaje, superior a él, dueña por tu belleza? Ocupa el primer plano tu real hermosura de mujer y de madre. Allá, en el fondo, hay un cielo tamizado de azul, suavemente ondulado de quietas nubes ingrávidas. Hay unas nobles edificaciones difuminadas a lo lejos, un ligero apunte de montañas rebajadas, rendidas, y las aguas de un lago azul. Mas todo este paisaje velado de distancia se retrae en la belleza menor, como un sumiso acompañamiento orquestal de alejada armonía. La melodía señera y única eres tú, la figura a un tiempo dominadora y delicada que alegra de juventud y esplendor el lienzo del maestro de Urbino. Tú, la figura altísima que, a pesar de estar sentada en un trono invisible sobre la pradera verde, afirmas y alzas tu belleza hacia el cielo.

Tienes los ojos entornados, mirando al Hijo que juega de pie junto a tus rodillas. Tu rostro es el óvalo perfecto que soñaron los mejores amantes y los grandes artistas de las edades doradas. El peinado de tu pelo rubio redondea la parte superior de ese óvalo, se adorna en un tocado que se ciñe obediente y corona tu cabeza en la curva perfecta. Dicen que tu gesto es melancólico, pero, ¿cómo no adivinar en tus ojos entornados, en tus plegados labios, una apuntada sonrisa? Arde en tu túnica el rojo encendido, la el amor y la sangre que llamea en el corazón de las madres. Es arriba abierta, para que queden al descubierto tu cuello y el inicio de tus hombros torneados. El manto azul se sujeta apenas en tu hombro izquierdo y desciende hasta la hierba verde tras arrebujarse sobre tu regazo y tus rodillas.

Miras a tu Hijo Jesús, que reparte su atención entre ti y su primo el Bautista. Sostienes su cuerpo rosado de niño con tus dos manos. Él apoya una de las suyas en tu brazo; con la otra ase el báculo del niño Juan, que culmina en una cruz. Acaso mana de ese remate la sombra de melancolía que vela tu mirada. Al borde de tu manto azul se alarga sobre la hierba la blancura de uno de tus pies.

Tú eres, María, el amor y la belleza de la madre, la Madre del Amor Hermoso. En ti habita y se viste de serenidad, de color, la armonía con el paisaje del mundo. En ti, como en nadie, se hacen hondura y equilibrio el gesto protector sobre tu hijo. Está el Niño feliz., vuelto hacia su primo, en el eje mismo del cuadro, de la vida, apoyado en ti como en su alta torre protectora. Se integra su cuerpo desnudo, luminoso y rosado, en el seguro azul de tu manto materno.

Tú eres la Madre. En ti y por ti alcanza su cima la misma maternidad, y todas las madres, mirándose en ti, pueden sentirse para siempre dichosas.

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