Reyes Magos, el rey negro y los negros por mi ciudad

Acabo de oír en un programa de radio a un muchacho senegalés de 18 años. Ha contado la aventura de su llegada a España, todavía menor de edad, y su permanencia en un centro de acogida. Se ha referido a sus actuales estudios y sus planes, más o menos inciertos, de futuro. Se expresaba bien y mostraba el empuje y la capacidad de lucha de un joven con arrestos envidiables.

Mañana, pintado de negro o negro de verdad, veremos al rey Baltasar en multitud de cabalgatas de Reyes. Mañana, pasado mañana, mucho después, seguiré viendo africanos por las calles de mi ciudad, sentados a mi lado en el autobús, vendiendo en un mercadillo, trabajando quizá en un empleo más o menos duro y en el aire...

Ha habido cambios drásticos en la economía y en la vida de nuestro país. Por suerte o por desgracia, el texto que escribí hace veinte años, con ligeros matices (no retocaré el texto) sigue siendo una negra verdad. Ahí están las constantes noticias de nuevas aventuras migratorias que naufragan en la muerte. Ahí están Lampedusa y el papa Francisco como resumen de una historia que nunca acaba. Por otro lado, cualquier misionero en tierras africanas te dice que nuestra pobreza de la crisis, con toda su crudeza, comparada con la de allí, es pobreza de millonarios.

Aquí va esta ya vieja oración, que ofrezco a quien quiera leerla y, aún mejor, rezarla.

HOY HE VISTO UN NEGRO VAGANDO POR LAS CALLES DE MI CIUDAD


Señor: Hoy he visto un negro vagando por las calles de mi ciudad. Tenía una mirada triste. No sé si trabaja, si está o no legal, si vende baratijas en un mercadillo callejero... No lo sé. Sólo sé, Señor, que hay otros muchos como él, quizá con la mirada aún más triste, que han huido del hambre de su país y buscan, a medias entre la osadía y la desesperación, lo que aquí nos sobra... Como él, decenas de miles de África, de Latinoamérica, del Este europeo, han logrado saltar nuestra frontera. Otros muchos más se agolpan al otro lado y empujan las fronteras de nuestros países y, aunque de momento no tienen armas en las manos ni odio en el gesto, la multitud apiñada es tan grande, tan poderosa su pobreza, que un día podrían derribar nuestras puertas, invadirnos y arrollarnos con la única arma, con el arma terrible de su humanidad desnuda.

Entre tanto, Señor, nosotros aquí, encerrados en nuestro coto o nuestro paraíso, levantamos el muro, levantamos bien alta la barrera, levantamos las leyes como torres de un castillo en teoría inexpugnable. Pero ellos tienen hambre, o pobreza en el límite, o están próximos a ese punto extremo de la audacia que sólo el valor y la desesperación juntos dan.

Con armas nada más, con leyes nada más, con armas y con leyes no lograremos detenerlos.


Señor, Señor: Danos primero sensatez y luego, o al tiempo, generosidad. Danos ojos abiertos e inteligencia, aunque sea la inteligencia de los astutos e interesados, para conjurar a tiempo la gran invasión: la invasión de los hombres y la vida, de la fecundidad de los pueblos numerosos.

Danos, Señor, solidaridad y ternura (la ternura que sabe, si es preciso, aliarse con la furia) para que sepamos pegar a tiempo un manotazo a las fronteras egoístas. Inspira a los ciudadanos y a los dirigentes de los países ricos unas leyes concordes que apunten en amor, que apunten en justicia a todos los países de la tierra. Unas leyes que no miren en exclusiva a los derechos de los ciudadanos de un país –ese artificio aparentemente honorable, pero tan interesado-, sino a los derechos de la humanidad y a los ciudadanos del mundo.


Amén.

(De Cien oraciones para respirar, Madrid, San Pablo, 1994).
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