Ven, Dios justiciero. Recuerdo de Ernesto Cardenal

Aprovechando la noticia del premio Reina Sofía a Ernesto Cardenal, releía yo estos días algunos de sus salmos. No había vuelto a ellos desde mi adolescencia o primera juventud, hace muchos, muchos años. Tiempo después, iniciada la segunda mitad de los años ochenta, pude verlo y oírlo personalmente en una conferencia que pronunció en Pamplona invitado por nuestro Ateneo Navarro. Eran todavía los tiempos del sandinismo en ejercicio y él se presentó flanqueado por un joven embajador de Nicaragua en Madrid y alguna persona más de aquel país que completaba su séquito amistoso.
Me llamó la atención el respeto casi religioso con que lo trataban. No era el poeta, ni el ministro. Le llamaban siempre el “Padre”. Por cierto, desde el público le pregunté al final por sus relaciones con el poeta jesuita Ángel Martínez Baigorri, navarro-guatemalteco, nacido en Lodosa, no lejos de donde se celebraba la conferencia. A Ernesto Cardenal se le iluminaron los ojos. El P. Ángel, como recordaba el también jesuita y poeta Juan Bautista Bertrán, “es el impulsor con José Coronel Urtecho, del movimiento poético de vanguardia que reúne a Pablo Antonio Cuadra, Luis Alberto Cabrales, Manolo Cuadra, Ordóñez Argüello y Joaquín Pasos. Y es el maestro inmediato de la generación de Ernesto Cardenal, Carlos Martínez Rivas, Fernando Silva y demás importantes poetas de esa tierra privilegiada de poesía, hasta las últimas promociones, de Rocha, Iván Uriarte, Beltrán Morales, etc., es decir de todo el movimiento poético posrubeniano”. Su condición de religioso y su lejanía de España hasta la muerte hacen que Martínez Baigorri no tenga aquí el conocimiento y el reconocimiento que la calidad de su obra merece. Pues bien, Ernesto Cardenal, con el gesto iluminado, entró inmediatamente a mi pregunta, recordó la cercanía del pueblo natal del P. Ángel y habló de él como de un gran maestro, admirado y querido por varias generaciones de poetas de su país.

Volviendo ya directamente al propio Cardenal, no es cuestión de recordar la figura, bien conocida, del sacerdote, poeta y político centroamericano. Estos días alguien ha rememorado aquella dura escena en que Juan Pablo II, de visita a Nicaragua, señalaba con el dedo a un ministro de Cultura y sacerdote, arrodillado ante él, y lo amonestaba muy severamente por su participación en la política.

Todo esto, con la concesión del premio Reina Sofía, vuelve a ser actualidad. Tengo que reconocer que, dentro de un gran respeto a la singular personalidad humana y literaria de Cardenal, sus salmos, por ejemplo, me sonaron ya entonces y me siguen sonando como piezas de dura y consciente poesía política. Quienes entiendan el arte con criterios, no desencarnados, pero sí inclinados a una mayor pureza de procedimientos estéticos, podrán disentir del resultado artístico. Difícilmente tendrán motivo para rebajar el interés y la importancia de la personalidad de Ernesto Cardenal.

Para rimar con el asunto, transcribo a continuación mi Salmo 94. Lo elijo hoy porque el propio tema presenta alguna analogía con los de Cardenal, con todas las distancias que el lector quiera establecer.

VEN, DIOS JUSTICIERO

(Salmo 94)


Déjate ver, Señor. ¿Dónde te escondes?
¿Dónde te metes mientras los soberbios
maquinan a sus anchas?


¿Hasta dónde
piensan llegar? ¿O cuando
ha de tener su fin
toda la prepotencia que los mueve?


¿Hasta cuándo verán de triunfo en triunfo
que a poder y maldad todo les vale?
Babean sin decir una palabra
que no sea mentira.


Roban sin compasión, bien rodeados
de solemnes consejos
y mudas secretarias.


No les tiembla la mano
ni ante los atropellos ni ante el crimen.
Están tan en la muerte y la basura
que apestan a cloaca y a cadáver.


Si les sirve a sus fines,
suman la fuerza de sus insolencias
contra toda justicia,
ofenden la razón, toman por niño
o por tonto a tu pueblo.


Pero tú, oh Dios, jamás has sido sordo,
jamás tienes la mente adormecida,
ni tapiada la boca
ni vendados los ojos.
Jamás dejaste sin castigo
a quien persiste en corromper sus manos.


¿Quién se colocará de nuestra parte
para desbaratar a los corruptos?
¿Quién habrá de ponerse a nuestro lado
frente a tantos rufianes de corbata?


Cuando nos parece que vamos a caer,
la fe en ti,
en tu bondad y tu misericordia, nos sostiene.


En ti encontramos, a pesar de todo,
un apoyo firmísimo
para poner bien alta la esperanza,
en ti y en tantos hijos tuyos
que mueve la honradez y la justicia
y respetan tu nombre.


¿Podrán, Señor, contigo todos los malvados,
aunque amañen
la ley a su medida
y aunque se salten cuando los condena
la ley que ellos hicieron?


Señor: sólo sabemos
que nunca has de querer así las cosas.
Nunca
tu corazón de padre
te sufrirá que se machaque al inocente,
nunca que nos quedemos impasibles
ante la iniquidad y la vergüenza.


Porque tú eres nuestro juez y nuestro alcázar.
Tú nos has dado
la dignidad y la palabra
para alzarnos sin miedo,
para encender las luces
y para alzar la voz
y levantar en armas
todas nuestras razones.
Para hacer la justicia.


(Salmos de ayer y hoy, p. 139-41,
Obra poética, p. 355).
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