"Vives como un cura"

Le dije esta frase consabida a un amigo que estaba a punto de irse con su mujer de vacaciones. Uno de esos viaje subvencionados para pensionistas que llevan a Benidorm, Mallorca, Canarias... o a cualquiera de los balnearios repartidos por la península. Mi amigo me miró riéndose y tras un silencio ponderativo me dijo: “Vivo bastante mejor que un cura”.

Luego trató de aclararme su respuesta. Mi amigo es aproximadamente de mi edad. Lleva once años jubilado. No se trata precisamente de un matrimonio rico. Pero, una vez cumplidos sus compromisos con los hijos, ya mayores, se defienden bien con su modesta pensión, algunos ahorros y un sentido de la economía doméstica que ojalá tuvieran todos nuestros políticos en la administración de los recursos públicos. Total: mi amigo y su mujer disfrutan pacíficamente de su vejez. “Desde los 65 -me dijo- no he dado golpe”. Bueno, sí, algo había hecho “matando algunas horas” en un tranquilo voluntariado, pero libre de horarios y obligaciones mayores. “Ahora los curas no termináis nunca. Os morís de viejos en el surco”, siguió. “Y tampoco parece que vuestra profesión atraiga mucho a quienes aspiren a hacerse millonarios... No sé si vuestros trabajos son agotadores, pero sí que tenéis una sujeción que no tienen ni de lejos los de nuestra edad. Pero, bueno, haciéndolo con vocación no os faltarán vuestras satisfacciones...”. Como él se lo decía todo, no tuve mucho que añadir.

Lo de “Vives como un cura” debía de ser en tiempos pasados, cuando el pueblo más pobre carecía de los recursos básicos y el cura, con una nómina muy baja, las gabelas del oficio y los obsequios de algunos feligreses o feligresas, sin las obligaciones de mantener una familia, podía ser un privilegiado. Ahora se ve a muchos curas rurales cargados de años y recorriendo un montón de pueblos para atender a una feligresía dispersa. Al final del día, los tienes a muchos de ellos en la soledad de una vieja casa parroquial, con una sartén en la mano a punto de huevo frito, fregando luego los cacharros y haciéndose al acabar un apunte con la compra del día siguiente en el supermercado más cercano o en el mercadillo de la zona. (Por cierto, recientemente admirábamos al cardenal Bergoglio y ahora papa Francisco, que hacía algo de esto y atendía al propio menaje en su apartamento de Buenos Aires).

Lo del cura envidiado parece que pasó. Y pasó también afortunadamente para él cualquier tentación de considerarse ciudadano de una clase superior que lo asemejaba a los ricos o a los prebostes del terruño. Ser cura hoy no te hace rico ni te llena de honores. Ni falta que hace. La increencia o la indiferencia religiosa que nos rodean pueden resultar dolorosas para el cura y para cualquier creyente. Pero al servidor del Evangelio tampoco le viene mal una sana y razonable cura de humildad. Bien aprovechada nos puede hacer más cabales seguidores de Jesús.

Pero nos hemos puesto muy serios. Y lo que no conviene que pierda nunca un cura inteligente y bueno es el sentido del humor. Menos aún teniendo en cuenta que cada vez se oye menos la frase consabida que venimos comentando, ni siquiera como una herencia del pasado en el habla popular. ¿Quién sabe? Quizá pronto –cuando esta endemoniada crisis económica se acabe-, se empiece a ponderar: “¿Éste...? Menuda vida se lleva... Vive como un buen jubilado del IMSERSO”.
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