En realidad, en el título de esta nota hay un piadoso eufemismo. La estima de los políticos por parte del pueblo es mínima, como demuestran cansinamente todas las encuestas. Por raro que pueda parecer, el problema no sería un básico y mal disimulado infantilismo, sino la convicción en ellos, más o menos instintiva, de que el grueso de los ciudadanos somos tontos y también infantiles. Me explico. Nada resulta tan repelente y tan odioso a la inteligencia como el espectáculo continuo de unos políticos profesionales que dan por buenos los errores y aun los delitos de su partido y de sus compañeros de siglas, mientras disparan indiscriminadamente y sin consideración alguna a todo lo que se mueve en los partidos rivales. Creo que este proceder, constante en la vida pública española, es una de las caras más repugnantes a la razón ciudadana. Los políticos que así actúan padecen un desprecio y una desconsideración bien ganados por esa mezcla de falta de honradez y de desatada torpeza.
¿Es posible que no haya por ahí un maestro de Primaria, de los antiguos, que desde el sentido común les enseñe esta lección preliminar?