Y no quiso ser obispo
Santo y muy influyente
Uno tiene cierta debilidad por san Juan de Ávila. Se la inculcaron los jesuitas en la antigua Universidad de Comillas. Recuerdo que nos hablaban de su relación con san Ignacio de Loyola. Hablaban de la admiración y el afecto que el fundador de la Compañía le tuvo, del interés de contar con él entre los primeros jesuitas. Nos citaban unas palabras del guipuzcoano que sonaban más o menos: “Si el maestro Juan de Ávila quisiera entrar en la Compañía de Jesús, saldríamos a su encuentro para recibirlo en andas”. Ahora se recuerda la talla excepcional del “apóstol de Andalucía” y el enorme influjo que ejerció sobre santos y escritores como el propio san Ignacio, santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz, santo Tomás de Villanueva, San Pedro de Alcántara, san Francisco de Borja, san Juan de Dios... Y sobre otros conocidos santos europeos.
Lo curioso es que al maestro Ávila sólo le alcanzó la beatificación tres siglos después, en 1894. Y la canonización en 1970, mucho más tarde que a los discípulos en cuya conversión influyó o a quienes ayudó con su doctrina y ejemplo... ¿Razones? El obispo Demetrio Fernández declara: “Los procesos de religiosos, que tienen una congregación detrás, son más rápidos. Pero él era un sacerdote diocesano...”. Lo cual nos lleva, una vez más, a pensar en lo relativo del catálogo oficial de los santos. Si para superar el proceso con prontitud hace falta la retaguardia de una congregación religiosa, es de suponer que será muy, muy difícil, casi imposible, que llegue a los altares un modesto fontanero o la heroica madre de familia perdida en una aldea.. Pero, en fin, éste es uno de los lados humanos de nuestra santa Madre Iglesia.
Erasmista, con amor
Se recuerda ahora también que Juan de Ávila sufrió dos años de cárcel y un proceso de la Inquisición, acusado de erasmismo en sus sermones. Los alumnos de bachillerato saben (lo sabían antes, al menos) que el erasmismo fue un movimiento iniciado por Erasmo de Rotterdam (1467-1536), que buscaba volver a las fuentes genuinas de la Escritura y de la vida cristiana y criticaba los defectos y la poca ejemplaridad de los dignatarios eclesiásticos. Evidentemente, la época en que creció Juan de Ávila no fue la más brillante en la historia de la Iglesia y de la santidad de sus ministros. Él trabajó afanosamente por la preparación y la reforma del clero rimando con el espíritu del concilio de Trento.
No quiso la mitra ni el capelo
Lo cierto es que el “apóstol de Andalucía” y maestro de santos españoles y foráneos, no quiso ser obispo. No aceptó el arzobispado de Granada y el obispado de Segovia. Tampoco quiso ser cardenal, a propuesta del papa Paulo III. Lo reconozco: siempre me han caído bien unos pocos sacerdotes de los que he sabido que rehusaron el episcopado. Como el actual procedimiento de designación se mueve en el secreto de un círculo muy reducido de actores, nunca sabremos si la negativa constituye una rara excepción o es más frecuente de lo que podemos suponer. Benedicto XVI hablaba no hace mucho de la ambición que lleva a algunos clérigos a hacer carrera. Se supone que tal ambición está más extendida entre quienes culminan los ascensos que entre quienes nunca tuvieron interés en inciciarlos. En cualquier caso, se impone en nuestro tiempo una prudente y responsable participación del clero y del pueblo para que a algo tan importante en la Iglesia como el servicio episcopal lleguen siempre los mejores. Y los mejores no serán necesariamente quienes más busquen y trabajen su nombramiento o quienes más inclinados se sientan a aceptarlo. La humildad y el despego por los cargos es también un dato a tener en cuenta en la personalidad del nuevo doctor de la Iglesia.