El reino de la tierra se parece a un político que, de pronto, cambió de chaqueta. Cambió de partido. El nuevo era un partido bonancible, aún sin historia, de aspecto risueño y de buenas maneras. El que acababa de abandonar, a fuerza de historia, de éxitos y fracasos, de lucha canina por el poder, tenía los dientes afilados, hechos al ataque y, si posible era, al desgarro. El político trashumante, dado a diálogos, tertulias televisivas, entrevistas y apariciones varias, venía defendiendo a su partido anterior con fidelidad perruna. De antemano podía esperarse de él una tajante declaración, una defensa cerrada en todo lo que afectase a la historia, hechos recientes, personajes, corrupciones y azares varios de su bando.
De la noche a la mañana se produjo el milagro. Vestido ya con la casaca nueva, cambió el gesto, ocultó sus dientes, endulzó el ademán y la mirada y cerró filas con los hombres, los intereses, las formas, las estrategias, las verdades de su nueva formación. Quien no lo hubiera conocido antes habría pensado que acababa de salir de la pila bautismal, limpio y puro, en la inocencia de los recién bañados. O de que aquella chaqueta que vestía abrigaba su primera, única y eterna fidelidad.
Aún no se sabe si prosperó o no en su trueque. Inicialmente las perspectivas parecían más prometedoras que las que hasta entonces le habían alentado en su profesión. En cualquier caso, dio al mundo de la zoologíauna prueba señera de que el camaleón no es la única especie ni quizá la más ágil en sus paradigmáticas mutaciones.