De servilleta a mantel

Alguien me lo cuenta con la sonrisa de la decepción. Tenía un amigo. O creía tenerlo. Lo había sido de verdad, y hubiera podido aducir recuerdos, hechos y circunstancias que probaban fehacientemente y con creces lo que la gente común entiende por amistad. Tiempo atrás, el amigo mostró alguna incipiente inclinación a la carrera política, ese atletismo peculiar donde rara vez se corre en la modalidad de metros lisos y abundan, en cambio, las pruebas de obstáculos. Tras algún titubeo, probó con éxito primero y se adentró luego de lleno en las pistas imprevisibles de la acción pública. Ganó cargos y perdió amigos, para que fuera suya la soledad del corredor de fondo. Veía a su lado la oficiosidad de sus edecanes, oía los pasos y sentía acaso en su nuca la envidia, el abrasador aliento de sus competidores. Las gentes del común lo contemplaban desde la lejanía de la grada.

Transcurrieron meses, años, sin que a mi ingenuo confidente se le pasase por la imaginación acercarse siquiera al prócer sudoroso, sin ocasión apenas de cruzar una palabra con el ya coronado o lastrado de poderes. Con todo, para el ingenuo la supuesta y nunca negada amistad seguía siendo un hecho incontrovertible.

Hasta que las escamas, o el velo, o el sudario se le cayeron de los ojos. Una circunstancia que no hace al caso le movió a comunicarse por teléfono con él. Llamó. Repitió una, dos, tres, cuatro veces la llamada. Pero el ya importante no se puso al aparato, ni a la memoria, ni a la antigua y supuesta amistad. El campeón atleta se hallaba, como es de rigor, muy concentrado. Temía quizá de su antiguo amigo una prueba de confianza impertinente... Se tropezaba ya, sin duda, con muchos nuevos amigos, moscas ocasionales, ciegas sobre el dulzor de las prebendas. O ya no disponía de tiempo ni de forma física o mental para andar hacia atrás en la memoria. O quizá, en la fogata de paja húmeda de su cargo, se le habían subido los humos a la cabeza. O a lo mejor –y sólo planteárselo le resultaba doloroso al ingenuo- el estirón sufrido en la figura pública por su amigo hacía que su yo se hubiera estirado también, y ya lo miraba desde arriba. O, llanamente, había caído sobre la amistad de su ex la losa implacable de aquel pareado que la sabia y decepcionada ingenuidad popular se inventó: “El que pasa de servilleta a mantel / ni Dios puede con él”.

Pero a mi confidente su aquilatada ingenuidad le inclina a no hacer juicios tajantes ni a sentenciar por guillotinas. Quizá las cosas tienen que ser así. Quizá lo han sido siempre, o lo son para muchos gobernantes y sin remedio. Quizá algunos hayan de pagarlo hasta el último céntimo en cruel moneda de soledad. En todo caso, sobre su última decepción el ingenuo me confiesa que no ha podido aún hacerse un diagnóstico concluyente. Por eso es ingenuo. Pero, de momento, añade en términos entre líricos y de vulgar y cotidiana informática, no ha tenido más remedio que volver al archivo de su corazón y eliminar el nombre de su amigo de la lista dorada.


(De Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p.135-36).
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