La salvación en la historia

Domingo 2º de Adviento

Evangelio: Lc 3,1-6

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanias virrey de Abilene, bajo el pontificado de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.

         Comenzó entonces a recorrer la región del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías:

“Una voz grita en el desierto:

Preparad el camino del Señor,
allanad sus senderos;
elévense los valles,
desciendan los montes y colinas;
que lo torcido se enderece,
lo áspero se iguale.
Y todos verán la salvación de Dios”.

Para meditar:

Hay continuidad entre la revelación bíblica y la encarnación –Presencia de Dios amor en condición humana – que tuvo lugar en Jesucristo. La revelación bíblica se inicia en la intervención gratuita de Dios en la historia de los hombres: al ver la esclavitud que sufren o humanos en Egipto, interviene para liberarnos. Toda la historia bíblica se puede resumir: Dios acompañando a los seres humanos que caminan en el tiempo. Según la fe cristiana, Jesucristo es Dios con nosotros, encarnado en nuestra condición humana e histórica. Por eso los relatos evangélicos no son invenciones de mentes calenturientas, sino lectura creyente “de lo acontecido entre nosotros” (San Lucas)

      Representando al pueblo donde se escribió la Biblia, Juan Bautista está en el desierto. Y ahí trae el recuerdo y la necesidad de conversión  que una y otra vez pidieron los profetas bíblicos. Y fiel a la revelación bíblica de Dios que actúa en la historia como presencia de amor  encarnado en los acontecimientos humanos, el evangelista  presenta al último de los profetas bíblicos  dentro de un tiempo: siendo emperador Tiberio y gobernador de Judea Poncio Pilato; cuando eran sumos sacerdotes Anás y Caifás.  No era un aerolito caído del cielo; su Padre se llamaba Zacarías. Dios se revela encarnado en lo humano.

       El Bautista intuye que se cerca un tiempo en que esa encarnación de Dios en la historia  está llegando a un  momento de plenitud. Dios está viniendo como Presencia de amor que gratuitamente se da. Que sea vida para nuestras vidas ya depende de nosotros; podemos cerrar las puertas o abrirnos libre y confiadamente. Bajando de las alturas en que nuestro “yo” fatuamente se ha encumbrado.  Y esa egolatría se concreta en la soberbia, la codicia insaciable, la cerrazón a los demás, la instalación en la superficialidad. El Adviento es litúrgicamente la oportunidad para allanar los caminos, para enderezar lo torcido abriéndonos a esa Presencia de amor en que habitamos y continuamente llama a las puertas de nuestra libertad.

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