Abrir los ojos... Nadie ni nada
Es importante saber cuidar las relaciones, a quienes amamos, quizás los vemos cotidianamente y caemos en la rutina de lo que a veces damos por sabido.
| Gemma Morató / Hna. Ana Isabel Pérez
Una canción dice así: “Nada nos separará, nada nos separará, nada nos separará, del amor de Dios”. La escuchaba en un ambiente de recogimiento interior, el silencio exterior ayudaba para ir repitiendo con la mente dichas palabras que pausadamente iban entrando también en el corazón, no solo dando sosiego y paz sino además pensando en que de verdad nadie ni nada nos puede separar de lo que amamos y más si es Dios quien está en nuestras vidas, si late en nuestro corazón, tenemos un tesoro para siempre ¡Cuidémoslo!
Es importante saber cuidar las relaciones, a quienes amamos, quizás los vemos cotidianamente y caemos en la rutina de lo que a veces damos por sabido. Puede ser que los tengamos lejos pero sabemos por quién o quiénes seríamos capaces de darnos, de hacer cualquier cosa como se suele decir e incluso daría la vida por… para ello hay que amar pero hacerlo con mayúsculas, salir de uno mismo y ser capaces de ir al otro con toda nuestra capacidad de entrega, ayuda, disponibilidad, amor… ser luz para otros.
Abramos los ojos también a los que nos son desconocidos, a los que quizás nos cueste hasta saludar o acoger pero ahí también se hace presente el Señor.
Qué bien nos hace esa red irrompible por los nudos que se fortalecen a lo largo de los años, de ir poniendo un poco más de mí para acoger más a los otros. Sin duda, que vamos creando lazos, algunos más estrechos pero todos necesarios en nuestra vida, mejor vivir y compartir con otros y que en todo sea el Señor el que esté presente.
“Nadie ni nada…
Nadie estuvo más solo que tus manos perdidas entre el hierro y la madera; mas cuando el Pan se convirtió en hoguera nadie estuvo más lleno que tus manos. Nadie estuvo más muerto que tus manos cuando, llorando, las besó María; mas cuando el Vino ensangrentado ardía nada estuvo más vivo que tus manos. Nada estuvo más ciego que mis ojos cuando creí mi corazón perdido en un ancho desierto sin hermanos. Nadie estaba más ciego que mis ojos. Grité, Señor, porque te habías ido. Y Tú estabas latiendo entre mis manos” (José Luis Martín Descalzo)