La banalidad del mal
La teología de la liberación, al hablar del “pecado estructural”, ayuda a comprender cómo el mal se banaliza: porque anida no sólo en el corazón de las personas sino en las redes de la convivencia: usos, normas, leyes, valores ambientales... Ahí ya no se le percibe como maldad, sino como “algo normal”, quizá necesario. Eichmann no era un asesino monstruoso sino un vulgar funcionario encargado de que unos cuantos señores subieran en unos trenes y llegasen a un determinado lugar. Una pieza de engranaje ya no es moral ni inmoral: es simplemente pieza. Que una mujer africana pueda mutilar genitalmente a su propia niña no significa que ella sea un monstruo; sólo indica hasta qué punto grandes atrocidades se nos pueden convertir en evidencias cuando tienen el soporte de una convicción social.
Ocurre lo mismo con la monstruosidad anónima de eso que llaman mercado. Llamamos “economía de mercado” a una economía “de la manipulación y el engaño”. Al cambiarle el nombre ya no vemos más: porque ¿qué cosa más banal que un mercado?. Sin embargo, cuando Adam Smith escribió su famosa página sobre “la mano invisible” del mercado, se estaba refiriendo a una relación que se asienta sobre el conocimiento personal y el diálogo: el tendero me conoce, no me quiere perder como cliente y, precisamente por eso, puedo dejarle actuar egoístamente porque me sé incluido en ese egoísmo. Ese contacto personal, los rostros visibles, son la clave de la mal llamada “mano invisible” del mercado. En cambio, lo que hoy llamamos mercado se asienta sobre el desconocimiento de los actores y sobre la publicidad (la cual, si piensa en mí, sólo busca halagar mis instintos más bajos como modo de engañarme). Decisiones que me afectan no las toma una persona cercana a quien conozco, sino una entidad anónima, que no sé bien dónde está y se ampara en palabras abstractas: “dirección, consejos de administración”, etc.
De este modo, conductas canallescas e inmorales llegan a ser vividas como meros fenómenos naturales. No se cometen crueldades, sólo “se hacen inversiones”. Como Eichmann que sólo organizaba transportes.
Arendt explica: no es que Eichmann fuese un malvado, como necesitaban los judíos para poder descargar su odio (perverso también, pero ahora coloreado como justicia). Simplemente había renunciado a llegar a ser hombre, lo cual es una de las mayores tentaciones humanas. Por eso la reacción del Dios bíblico al pecado de Adán es la pregunta: “hombre ¿dónde estás?”.
El contenido de esa humanidad lo brinda una espléndida y mínima frase de Kant: “atrévete a pensar” (sapere aude). Pensar no designa actividades abstractas sino capacidad para reflexionar, afrontar y paladear (¡“sapere”!) las consecuencias de los propios actos, aunque sean obediencia y “cumplimiento del deber”, sin reducirlos sólo a sus dimensiones individuales, y sin abstraerlos de sus implicaciones globales y del contexto denunciado hace poco por el papa Francisco: “los que, en el anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas…”. Por algo el Vaticano II había prohibido “conformarse con una ética meramente individualista (GS 30).
¡Atrévete a pensar! Arendt no se cansa de repetir a lo largo de la película que ella “sólo busca comprender”. Así aprende que el mal es mayor de lo que parece, precisamente porque puede “banalizarse”. Otro ejemplo del hombre que ha cerrado sus ojos a esa interpelación lo encarna, para mí, el presidente del gobierno. Le oímos decir mil veces que está haciendo “lo que tiene que hacer” (como Eichmann); incluso asegura que gracias a eso estamos saliendo de la crisis. Pero, aunque eso fuese cierto, nunca se atrevió a pensar si el camino para esa salida tenía que ser un 25% de niños desnutridos, familias modestas abocadas a dormir en la calle cuando no pueden acogerlas los padres en sus casas, enfermos condenados a muerte por un retraso imperdonable en una intervención urgente y cientos de miles de seres humanos llevados no a una cámara de gas pero sí a una cámara de asfixia personal y social.
Rajoy no ha sido un malvado: estoy absolutamente seguro. Creerá incluso (como Eichmann) que ha cumplido su deber. Pero el pecado estructural se ha encargado de que ese supuesto “deber” no fuera más que una maldad banalizada. Claro que, atreverse a pensar así, podría suponer el fin de una carrera política. Y ante eso, mejor “lavarse las manos” como Pilatos, para quien lo importante era la propia carrera y que no padecieran las relaciones entre el imperio romano y un pueblo difícil. Que eso costara la vida a un inocente desarrapado era otra banalidad.