Un pueblo de migranges que rechaza las migraciones “LoS Los israelitas volvieron a hacer lo que El Señor reprueba” (Jueces 3,12; 4,1; 10,6; 13,1)

Israel fue un pueblo migrante; y no pacífico sino conquistador

Pretendió vivir solo en aquel terreno pero Dios no se lo permitió

Pero aprendió a acoger y tratar bien al inmigrante

Su carácter de pueblo escogido no le sirve de excusa: pues fue elegido para ser "luz para todas las gentes" y fue infiel a sa misión.

Estado de la cuestión.- Es dato universalmente conocido el rechazo global a las migraciones por muchos países actuales: unos porque son pobres y no pueden más, otros porque son ricos y no quieren más.

Los más radicales en ese rechazo son EEUU e Israel, precisamente dos países compuestos por antiguos migrantes. Sobre EEUU circula por ahí un dibujo con caricatura de Mr. Trump gritando: “los inmigrantes son unos criminales y terroristas, deben irse todos”. Y debajo la figura de un “piel-roja” que le responde: “totalmente de acuerdo, comienza pues tú”.

Prescindiendo ahora de ese primer país, vamos a fijarnos en el otro.

Israel es un pueblo que se profesa fruto de una larga migración a través del desierto hacia lo que ellos llamaron tierra prometida. “Mi padre era un arameo errante” se autodefinirá el judío (Deut. 26,5). Ya cuando eran inmigrantes en Egipto, el Faraón había dicho de ellos: “son unos holgazanes y por eso andan gritando” (Ex 5,8). Es pues lógico que tanto Trump como Netanyahu, que se sienten faraones y no simples seres humanos, anden representando hoy ese papel faraónico que les toca en este “gran teatro del mundo” (como lo definió Calderón).

Los israelitas salieron por fin de Egipto y emprendieron una caminata tan dura y paciente como muchas de las actuales desde África a Europa; pero no llevada a cabo por individuos aislados sino por todo un pueblo junto, guiado por un gran líder: lo cual facilitó la ayuda mutua y la supervivencia, aunque también complicó la convivencia y alargó mucho el proceso.

Pero, a diferencia de las migraciones actuales, aquella de los israelitas no fue pacífica y desarmada sino violenta: ahí está el recuerdo bíblico de la conquista de Jericó, cantada en la Biblia por los mismos judíos migrantes, en el capítulo 6 del libro de Josué, que además termina maldiciendo al que intente reconstruir aquella ciudad. La Biblia informa también de la presencia en aquellas tierras de una serie de pueblos (amonitas, moabitas, filisteos…) que los israelitas intentaron someter o exterminar.

Y aquí comienza el problema: los israelitas actuaron así por lo que ellos llamaron una promesa y un designio divino. ¿Constituye esa elección una justificación única e irrepetible?

Para las gentes sin fe, que no dan valor revelador a la Biblia, es evidente que no. Pero ¿y para una comunidad creyente que considera a la Biblia de algún modo como “palabra de Dios”? Aquí estamos.

Tesis de estas páginas.- La respuesta es que tampoco y casi menos. Eso es lo que nos toca mostrar ahora.

La Biblia enseña repetidas veces que la elección de Dios nunca es para provecho del elegido sino para encargarle una misión[1]. A Israel se le repite que ha sido elegido y se le ha dado esa tierra para convertirlo en un pueblo que es “luz para todas las gentes”[2].

Pero todo el Primer Testamento es el testimonio de que Israel ha sido infiel en el cumplimiento de esa misión (salvo un pequeño “resto” que evitará la destrucción total de ese pueblo[3]). Y esa infidelidad fue generando una serie de catástrofes inesperadas que marcan toda la historia de Israel y que parecían contradecir su carácter de pueblo elegido. Por eso fueron leídas como “castigos por su infidelidad”, como única respuesta posible a la tremenda pregunta de Gedeón: “si el Señor está con nosotros ¿cómo nos ha caído encima todo esto?, ¿dónde han quedado aquellos prodigios que nos contaban nuestros padres?”[4].

Efectivamente: aquel pueblo llamado a ser luz para todos, aquel pueblo a quien se enseñó a rezar: “si gozo de tu favor muéstrame el camino” (Ex 33,13), aquel pueblo prefirió tener un monarca que lo convirtiera en imperio, en vez de un Dios que lo convirtiera en ejemplo. Prefirió tener una clase social de ricos que vivían atentos a ver cuándo podían saquear al pobre, en vez ser una sociedad de hermanos iguales[5]. Y, como suele suceder en estas situaciones, acabó dividido en dos pueblos que se disputaban el carácter de elegido. Y terminó definido por el profeta Oseas (1,9) como “No pueblo mío”: nombre que dio ese profeta a uno de sus hijos[6].

También en la Biblia va apareciendo, como resultado de esas infidelidades una serie de rebajas en ese carácter supremo de elegido. Israel no podrá vivir solo, como parecía apetecer al principio y como pretende hoy la extrema derecha israelí: tendrá que convivir con algunos de aquellos pueblos que eran los palestinos de entonces. El libro de Josué constata que “los gesureos y macateos han seguido viviendo en Israel hasta hoy” (13,13). Y el libro de los Jueces se cansa de repetir: “ya que este pueblo ha violado la alianza que estipulé con sus padres, tampoco yo voy a quitarles de enfrente a ninguna de las naciones que Josué dejó al morir” (cf. 2, 21-23, y antes 2,2).

Así pues los israelitas vivieron “en medio de cananeos, hititas, amorreos, fereceos, heveos y jebuseos; tomaron sus hijas por esposas y les entregaron las suyas en matrimonio” (Jueces 3,5). Y el texto bíblico sugiere además que eso será una tentación para el culto israelí al verdadero Dios.

No obstante, y a pesar de su pretensión exclusivista, aquel pueblo aprendió de su experiencia y se dio la siguiente ley: “no oprimirás ni vejarás al emigrante porque emigrantes fuisteis vosotros en Egipto” (Ex 22,10). O: “no oprimiréis al inmigrante que se establezca en vuestro país; será para vosotros como un indígena” (Lev 19,33)[7]. Cuesta entender que este dato se haya escapado al señor Trump y al señor Abascal en sus lecturas de la Biblia. Sobre todo a este segundo que presume de católico. Por eso será bueno recordar aquí que, según Jesús de Nazaret, solo la misericordia es criterio de verdadera religiosidad: porque muchas veces, la religión no es más que puro fariseísmo.

Como se ve pues, y paradójicamente, quien da a la Biblia alguna autoridad religiosa, está todavía más obligado a oponerse a la actual política israelí que quien no se la da. Pero si además es cristiano (aumentando la paradoja) está obligado también a reconocer con Pablo de Tarso que “de los judíos son las promesas y los patriarcas, que de ellos nació el Mesías y suyo es el Dios soberano”, que “lo que pido a Dios por ellos es que se salven”: pues “Dios no ha desechado a su pueblo” (cf. Rom caps. 9-11) porque “Dios no se arrepiente de su promesas” (2ª Pedro, 3.9). Y está obligado a pedirles perdón por el maltrato que tantas veces les dispensamos.

La Biblia se permite ser tan dura porque no considera a Israel como un caso particular, sino como paradigma de todo el género humano, en su pecaminosidad y en sus posibilidades. Eso es lo que el antijudaísmo medieval no supo ver, sin negar tampoco los conflictos prácticos debidos a la usura que los judíos practicaban (y de la que muchos vivían) y que estaba prohibida a los cristianos.

Por eso, la pregunta decisiva que dejan estas reflexiones bíblicas es ésta: ¿quiénes son los verdaderos “antisemitas”: hombres como Isaías, Jeremías, Ezequiel, Miqueas… u hombres como Acab, Acaz, Manasés, Roboán y otros semejantes? Y hoy en día: hombres como Isaac Rabin (y quienes le dieron el premio Nobel de la paz), David Grossman, Norman Finkelstein[8]…, o nombres como Ariel Sharon, Benjamin Netanyahu, Yoav Gallant, Israel Katz… Dejando claro que no hacemos aquí ninguna consideración moral. Sólo preguntamos quién es más antisemita.

Pequeño apéndice.- Todo lo anterior es demasiado teórico y servirá para poco: pues cada cual seguirá considerando “antisemita” al que no piense como él. Si buscamos consideraciones más prácticas podríamos dar a Mr. Trump un sencillo consejo: señor Presidente, si usted quiere sacar a los palestinos de Gaza para convertir aquel terreno en la octava maravilla del mundo y la primera maravilla del turismo, lo razonable y lo eficaz sería no que trate de obligar a Egipto o a Jordania a recibir esos dos millones de palestinos (porque para eso no tiene poder), sino que los acoja usted en EEUU por una temporada. Así nadie podrá tacharle de racista. Y luego, cuando la maravilla de Gaza esté construida, ya podrá pensar Usted lo que hace con ellos…

[1] Explico esto un poco más en las páginas 370-72 de Plenitud humana. Reflexiones sobre la bondad.

[2] Cf. Isaías 49,6 y el canto del anciano Simeón en Lc 2,32.

[3] Un análisis de esa expresión tan bíblica: “resto de Israel”, intenté hacerlo en el capítulo 14 de Convivencia: imperativo urgente para hoy, pgs. 199-206.

[4] cf. Jueces 6,13

[5] Las frases de la oración de los salmos son de una dureza que hoy sería tachada de antisemita: “en vez de poner en Dios su apoyo, confió en sus muchas riquezas y se insolentó en sus crímenes”. O: “malhechores que devoran a mi pueblo como pan y no invocan al Señor” (salmos 52 y 53).

[6] Como es sabido, esa denominación de “no pueblo” es sustituida en otros profetas por la imagen de la niña (o hermanas) recogida al nacer, salvada y cuidada con esmero, y que luego se convierte en prostituta.

 [7] Cf también Deut 10,19, y 24, 14 y 17; Núm. 9,14 y Ex 12,49 (participando en la celebración de la pascua; lo cual es más sorprendente por cuanto se trata de “incircuncisos” que no pueden participar). En cualquier caso, el emigrante, el huérfano y la viuda son los representantes de todos aquellos que necesitan ayuda y no deben ser maltratados (Jer 22,3; Ezequiel 22,7, Zac 7, 8-10; salmo 94,6 y Mal 3,5, donde Yahvé llega a decir: “atropellan al inmigrante sin tenerme respeto).

[8] Hijo de un superviviente de Auschwitz si no estoy mal informado.

Volver arriba