Un cardenal a fuego rápido que asume y lidera en la diócesis más candente de Chile Alfredo Barahona: "Celestino Aós, ascenso meteórico del nuevo cardenal de Chile"
Con solo cuatro años de episcopado, terminó como administrador de la más candente diócesis en marzo de 2019. Nueve meses después, en diciembre, Francisco lo designó arzobispo de Santiago
En abril cumplió 75 años, y el 25 de octubre el pontífice argentino incluía su nombre entre los nuevos cardenales
Si en su breve lapso al frente de la iglesia de Santiago el capuchino mitrado ha sabido lo que son los conflictos, sin duda tampoco las tendrá todas consigo en el futuro
Y lo ha asumido. En la arquidiócesis metropolitana de Santiago, se ha visto al administrador, luego arzobispo y ahora neocardenal, liderando las acciones, caminando con la gente
Si en su breve lapso al frente de la iglesia de Santiago el capuchino mitrado ha sabido lo que son los conflictos, sin duda tampoco las tendrá todas consigo en el futuro
Y lo ha asumido. En la arquidiócesis metropolitana de Santiago, se ha visto al administrador, luego arzobispo y ahora neocardenal, liderando las acciones, caminando con la gente
| Alfredo Barahona
Entre los 13 nuevos cardenales que este 28 de noviembre recibirán del papa Francisco el capelo tradicional de los purpurados, se encuentra el español Celestino Aós Braco, arzobispo de Santiago de Chile desde hace menos de un año.
No será la primera investidura de un extranjero elevado a tal dignidad en un país que desde 1946 ha visto vestirse de rojo a seis prelados chilenos y un italiano nacionalizado, su inmediato predecesor. Lo singular es la forma como Aós llega a ser el octavo.
Navarro nacido en Artaíz en 1945, ingresó a los 10 años -como entonces se estilaba- al aspirantado de la Orden Capuchina, en la que profesó, cursó la carrera sacerdotal y fue ordenado en 1968, a los 23 años.
Tras licenciarse en Psicología, en 1980 pisaba por primera vez suelo chileno para realizar una investigación universitaria de posgrado. Retornó a España al año siguiente, y en 1983 volvía destinado a Chile en forma definitiva.
Se inculturó aquí curtiéndose como párroco en sectores populares, fue superior en comunidades de su orden, y ejerció cargos episcopales en Valparaíso y Concepción, centro y sur del país.
Hasta que en 2014 fue designado por el papa Francisco para suceder al claretiano Gaspar Quintana como obispo de Copiapó.
Entre apóstoles del desierto
Tierra dura y difícil la de esos 75.000 kilómetros cuadrados de la región de Atacama, en el norte del país, donde Copiapó se asienta como capital junto al desierto más árido del mundo, cargado de riquezas minerales, y no lejos –para las grandes distancias de la zona- de valles estrechos entre montañas, que con lluvias esquivas y ardua irrigación logran manar leche, miel, vino y frutas deliciosas, más que la Tierra Prometida.
Bajo soles abrasadores y lunas semicongelantes, “peinaron” antaño esas pampas, valles y montañas dos apóstoles populares que dejaron fama perdurable en el imaginario colectivo y señalarían rumbos al fraile obispo. Primero el misionero claretiano español, hoy Venerable, Mariano Avellana Lasierra, a quien el pueblo sencillo rebautizó como el Santo Padre Mariano y el Apóstol del Norte. Lo merecieron su talante de absoluto hombre de Dios, y las más de 100 misiones de ocho a diez días intensos que predicó en la zona, entre mineros irreverentes, rudos obreros ferroviarios o humildes labradores de los valles cordilleranos. Junto a ellos rindió la vida durante su última misión, en 1904. Y hacia 1920 vino a emularlo un legendario franciscano colombiano, Crisógono Sierra y Velázquez, a quien el pueblo apodó el Padre Negro y rodeó de un aura mítica su evangelización incansable, en la que también entregó la vida.
Tales ejemplos inspiraron talvez la impronta misionera con que Aós marcó su episcopado. Si bien los capuchinos han tejido en Chile una destacada historia misionera y dignificadora de la etnia mapuche, en lucha perenne por justicia y reivindicación en el sur del país, y de la rapanui en la misteriosa Isla de Pascua. Lo cierto es que sólo cuatro años después el papa Francisco le confiaba uno de los cargos más espinudos del momento: administrador apostólico de la arquidiócesis metropolitana de Santiago, la principal y más duramente golpeada por la crisis mayor que la iglesia chilena ha vivido en su historia.
Escándalos que salpicaron al Papa
Repercusiones mayúsculas habían alcanzado los escándalos sucesivos de abusos sexuales cometidos por clérigos de todos los rangos de la iglesia chilena, cuyo emblema más ominoso fueron los crímenes de Fernando Karadima, el “Maciel chileno”. Su poderosa red política y empresarial vinculada al nefasto dictador Augusto Pinochet le facilitó un encubrimiento que escaló hasta el Vaticano, gracias a su protector el nuncio y posterior secretario de Estado Angelo Sodano.
Karadima encabezó una organización sacerdotal que así protegida funcionó sin control de la jerarquía eclesiástica, y manejó una suerte de seminario paralelo del que surgieron cuatro obispos. A varios de ellos se les acusó después de haber conocido y ocultado sus crímenes. Las víctimas fueron silenciadas y descalificadas por años, incluso en su apelación al papa Francisco, mientras decenas de clérigos -desde algunos obispos a sacerdotes y religiosos- vieron ocultados sus delitos sexuales “por el bien de la Iglesia”, sin miramiento alguno por las víctimas.
Como consecuencia de los escándalos que ello generó, la visita pastoral que el propio Francisco realizó a Chile en enero de 2018 asomó desde el comienzo como un fracaso. De tal magnitud era el profundo desprestigio acumulado por la jerarquía eclesiástica ante una sociedad que antaño veneró a muchos de sus líderes durante la dictadura pinochetista, entre 1973 y 1990. Ellos fueron “voz de los que no tenían voz”, y arriesgaron incluso la vida denunciando los crímenes del régimen y protegiendo a las víctimas.
La visita papal terminó en virtual desastre cuando el Papa defendió ante la prensa a uno de los obispos incubados por Karadima y más cuestionados por la feligresía. No obstante, apenas de vuelta en Roma y bien asesorado esta vez, Francisco echó pie atrás, invitó a víctimas connotadas de Karadima al Vaticano para pedirles perdón, y convocó a los obispos chilenos a su sede.
Como consecuencia, todos presentaron al Papa su renuncia, y se inició un proceso de reforma a cargo de administradores apostólicos en numerosas diócesis. Así fue como el fraile capuchino con sólo cuatro años de episcopado terminó en administrador de la principal y más candente arquidiócesis, el 23 de marzo de 2019. Al despedirse de los fieles de Copiapó señaló emocionado: “ustedes me enseñaron a ser obispo”.
Un cardenal a fuego rápido
Sólo nueve meses llevaba Aós cumpliendo su oneroso encargo, cuando el 27 de diciembre último Francisco lo designó arzobispo de Santiago; sitial del que han surgido todos salvo uno de los cardenales de Chile. En abril pasado cumplió los 75 años, fecha normal de renuncia para los obispos. Sin embargo, el 25 de octubre el pontífice argentino incluía su nombre entre los nuevos cardenales.
Si en su breve lapso al frente de la iglesia de Santiago el capuchino mitrado ha sabido lo que son los conflictos, sin duda tampoco las tendrá todas consigo en el futuro.
Sin embargo, al parecer se puso desde el comienzo en buenas y conocidas manos. En una de sus primeras visitas pastorales llegó hasta la Parroquia Basílica del Corazón de María, donde oró junto a la tumba del Venerable claretiano Mariano Avellana, e instó a los fieles a difundirlo e impetrar del Señor el milagro que como único requisito faltante se requiere para beatificarlo.
Siete meses llevaba Aós en Santiago cuando el 18 de octubre de 2019 estalló el más grave y violento conflicto social que el país haya sufrido en medio siglo. A incendios en edificios, estaciones del metro, locales comerciales, instituciones e iglesias, se sumaron durante semanas saqueos, destrucción de bienes públicos y privados, enfrentamientos masivos con las fuerzas policiales, decenas de heridos, algunos muertos, estado de excepción constitucional y toques de queda.
En la génesis de tamaño cataclismo anida un entramado político, económico y social de corte neoliberal a ultranza que el régimen dictatorial dejó asentado sobre una constitución de acero seminamovible. Si bien a su amparo el país alcanzó niveles de progreso que llegaron a lucir paradigmáticos, la enorme desigualdad de ingresos, injusticias, abusos, agudos problemas economicosociales que llegaron a ser endémicos para las grandes mayorías, fueron presionando una caldera que terminó por estallar con singular violencia.
Sólo un gran acuerdo político que ha culminado meses después en un plebiscito de futura reforma constitucional, y la llegada de la pandemia universal a comienzos de este año, han aquietado en tanto los ánimos. Pero no en definitiva. Los factores acumulados en un año crítico han causado un deterioro económico y social profundo, y décadas de retroceso en el desarrollo del país, caldos de cultivo de posible inestabilidad sociopolítica y nuevos conflictos. El papel que en tal escenario deberá asumir la Iglesia plantea serios desafíos.
¿Reivindicar a la Iglesia?
Su desprestigio, falta de credibilidad y escasa significación social han relegado a la Iglesia a uno de los niveles más bajos entre las instituciones enraizadas en Chile. Tratar de revertirlo puede ser talvez una tarea titánica, pero incompatible con los objetivos del Evangelio, el seguimiento de Cristo y la construcción del reino de Dios y su justicia.
La crisis que en un año se ha profundizado en todos los sectores de la vida nacional no es, por cierto, exclusiva del país ni ajena al resto del mundo. Sus consecuencias han sido devastadoras para los grupos sociales más pobres y desprotegidos. Mayoritarios entre éstos son los 20.000 fallecidos, entre confirmados y posibles, y los más de 540.000 contagiados en nueve meses por el Covid-19.
A los dramas humanos y sociales que ello involucra se suma el cierre masivo de empresas, con casi 2.000.000 de trabajadores cesados, de los 7.000.000 de la fuerza laboral; un aumento de 800.000 pobres, y un hambre popular que el país no conocía desde mediados de los años ’80, en plena dictadura.
La salud, ya antes precaria, se ha resentido por la urgencia de cuidar en forma primordial a las víctimas de la pandemia, sumando más de 280.000 pacientes a las lista de espera por atención médica o cirugías. De ellos, 35.000 son niños.
Por otra parte, 77.000 familias subsisten hacinadas, mientras las autoridades llaman a mantener distanciamiento físico por la pandemia. La proliferación de viviendas precarias autoconstruidas en unos 1.000 llamados “campamentos” en periferias urbanas, agrupa a cerca de 50.000 familias, acrecentadas por la fuerte inmigración vivida en los últimos años. Carentes de servicios de agua potable y otros recursos básicos de subsistencia, en estas condiciones las mujeres llevan la peor parte en responsabilidad familiar, violencias y abusos. En tanto, unas 15.000 personas sin hogar viven simplemente en la calle. Se calcula en más de 400.000 las viviendas en déficit.
Tamaños problemas de la realidad actual desafían a una Iglesia que, al margen de su imagen deteriorada, hoy debe ser por sobre todo el buen samaritano.
Y lo ha asumido. A lo largo del país obispos, párrocos, colegios e instituciones de iglesia, y en especial laicos organizados, han abordado esta dura tarea. En la arquidiócesis metropolitana de Santiago, se ha visto al administrador, luego arzobispo y ahora neocardenal, liderando las acciones. Arrodillado junto a indigentes de la calle en noches de frío extremo, impulsando la recolección y entrega de alimentos, o coordinando el alojamiento de inmigrantes. Centenares de éstos se agolparon durante semanas, en pleno invierno, frente a sus embajadas, durmiendo bajo carpas improvisadas, para presionar el regreso a sus países tras haber perdido trabajo, vivienda y recursos por causa de la pandemia. Y allí estuvieron la iglesia jerárquica y las feligresías abriéndoles alojamiento, alimentación, apoyo para cumplir cuarentenas y solucionar sus traslados.
No faltan quienes ven esta acción, masificada después de largo tiempo, como un intento por lavar la imagen eclesiástica. No lo parece, en modo alguno. Al interior del cuerpo eclesial se aprecia más bien la actual situación como una oportunidad para enderezar el rumbo a la opción preferencial por los pobres, fidelidad a las exigencias primordiales del Evangelio, salir a las periferias como insiste el papa Francisco y, en definitiva, construir “otra iglesia posible”.
No será ésta una tarea fácil, vistas la gravedad de los problemas actuales, las complejas perspectivas políticas, económicas y sociales del futuro inmediato, y en el ámbito eclesial, la durísima carga negativa que pesa sobre sus espaldas. No pequeña responsabilidad recae así sobre el fraile capuchino que en tan corto tiempo se ha convertido en cardenal. Tanto o más que encarar el panorama descrito, en el ámbito intraiglesia deberá recuperar la confianza tan profundamente dañada, en especial la de un laicado que frente a ello se ha empoderado con fuerza, cuestiona y critica hasta con acidez a sus pastores.
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