"La teología que encierra tal forma de oración es mortal para la credibilidad del conjunto de la fe" Pedro Castelao: "Ad petendam pluviam, pedir a Dios que envíe la lluvia supone culparlo de la sequía"
"De ninguna manera me atrevería a juzgar la autenticidad religiosa de esas oraciones. Únicamente tengo dudas sobre la objetividad de la teología que presuponen"
"La credibilidad pública de la fe se juega, en muchos casos, más que en grandes acciones de evangelización, en cuestiones aparentemente nimias como esta"
"Dios no nos ha castigado con la Covid-19, como tampoco nos castigó antaño con la peste"
"Y si termina mandando la lluvia a nuestras cosechas, ¿cómo es que condena a la hambruna a los pueblos de África?"
"Dios no nos ha castigado con la Covid-19, como tampoco nos castigó antaño con la peste"
"Y si termina mandando la lluvia a nuestras cosechas, ¿cómo es que condena a la hambruna a los pueblos de África?"
| Pedro Castelao, teólogo
¿Quién puede tener la más mínima duda? Cuando un obispo pide a sus presbíteros, a sus consagrados y a todos sus fieles que recen a Dios para que envíe la lluvia está obrando con la mejor de las voluntades y es movido, con toda seguridad, por un genuino celo pastoral, si bien acorde con una determinada concepción teológica que, por supuesto, da por obvia.
Lejos de mí cualquier cuestionamiento de las nobles intenciones de un prelado que busca lo mejor para sus comunidades eclesiales tan dependientes del campo. Si se producen, de ninguna manera me atrevería a juzgar la autenticidad religiosa de esas oraciones. Únicamente tengo dudas sobre la objetividad de la teología que presuponen.
La historia de la Iglesia nos muestra que con la más santa de las intenciones se puede conseguir la más funesta de las consecuencias. En muchas ocasiones, creyendo fomentar y fortalecer la fe, se ha estado sembrando la semilla de su negación. De hecho, a estas alturas del siglo XXI, pedir a Dios que envíe la lluvia supone, en su más pura objetividad, culparlo efectivamente de la sequía.
Es evidente que nada hay más opuesto a la buena intención de quienes promueven tal oración, pero no son menos evidentes las implicaciones lógicas que esta súplica lleva consigo.
El problema es profundo y sus derivadas múltiples. Por eso es necesario reflexionar, siquiera brevemente, sobre las consecuencias objetivas de nuestros actos religiosos. La credibilidad pública de la fe se juega, en muchos casos, más que en grandes acciones de evangelización, en cuestiones aparentemente nimias como esta, pues es ahí donde, involuntariamente, se presenta la fe como contradictoria con la ciencia.
Todos los niños de nuestro país saben que la lluvia se produce según el proceso natural del ciclo del agua provocado por el Sol: evaporación, condensación, precipitación. Y en este ciclo, entre otros muchos factores, influye, en particular, el anticiclón de las Azores, así como, en general, el cambio climático. Para saber qué tiempo va a hacer —permítaseme la broma— todos consultamos a la AEMET, no a la web de la diócesis.
Ahora en serio: no se puede concebir el «actuar» del Dios de Jesucristo de idéntica forma a como Homero nos dice que actuaban los dioses olímpicos en el mundo antiguo: interviniendo de manera puntual y arbitraria, inmiscuyéndose parcialmente en los asuntos de los hombres. Estaríamos así ante una forma críptica de paganismo, porque Dios no envía la lluvia, como Zeus no enviaba el rayo. Dios no manda tempestades, como Deméter no fertilizaba las cosechas. En la actualidad, Dios no nos ha castigado con la Covid-19, como tampoco nos castigó antaño con la peste.
De hecho, pensar en Dios como un «factor» más, al lado de los elementos naturales que realmente causan las enfermedades o las precipitaciones, es hacer un flaquísimo servicio a la confesión de su divinidad absoluta y trascendente. Es más, es contradecirla, pues se acaba rebajando a Dios a un objeto de este mundo.
En efecto, concebir su «acción» en el orden creado con la misma lógica con la que se concibe la actuación de las causas segundas es, por decirlo en términos tomistas, degradar y naturalizar la Causa Primera. Y nada hay más letal para la fe en Dios que hacer de Él algo mundano.
Mantengamos entre paréntesis la buena voluntad y analicemos la objetividad de lo que se pide.
Si rezamos a Dios pidiendo que se apiade de nosotros y que, ante la sequía que muda los campos en eriales, tenga misericordia de los agricultores y haga que llueva, ¿qué impide extraer la consecuencia de que, efectivamente, si ahora hay sequía es porque Dios no ha querido mandar la lluvia antes?
Y si termina mandando la lluvia a nuestras cosechas, ¿cómo es que condena a la hambruna a los pueblos de África?
¿Y cuando sucede lo contrario? ¿Son las inundaciones también culpa de Dios cuando la manda en exceso?
¿Por qué Dios no arregla de una vez por todas el calentamiento global y el cambio climático?
No es extraño que físicos, meteorólogos y medios de comunicación sonrían con sarcasmo haciendo burla de la religión y sus supersticiones anticientíficas.
Para hacer frente a todo esto, se dirá que, por una parte, se puede reconocer la causalidad natural en los fenómenos atmosféricos y, al mismo tiempo, es santo y piadoso rogar a Dios para que los altere en nuestro favor.
Craso error. La infinita y eterna bondad de Dios se ve oscurecida y hasta negada si decimos que Dios sólo hace el bien en ocasiones puntuales y a nuestra demanda, pero no el resto del tiempo y por iniciativa suya. Y su omnipotencia se antropomorfiza y se adultera si se la concibe como la de un superhéroe de Marvel que altera a su voluntad la regularidad autónoma de las leyes del universo. No pensamos bien de Dios, ni rezamos en coherencia, cuando somos presa de concepciones teológicas asentadas en semejantes presupuestos.
Las sequías, como las enfermedades, el hambre y las guerras, son un problema de toda la humanidad que no podemos esperar que un Dios olímpico arregle a base de intervenciones puntuales. Somos nosotros los que tenemos que actuar con inteligencia, previsión y solidaridad para, en este caso, alcanzar una gestión pública del agua en la que no primen ni los intereses partidistas, ni los egoísmos territoriales, ni las recetas apresuradas.
En la Laudato Si’, el Papa Francisco nos exhorta, entre otras cosas, a reaccionar creativamente contra la verdadera causa de las sequías y las inundaciones: el impacto de la acción humana en el desequilibrio letal en el clima y en los ecosistemas de nuestro planeta.
Es ahí donde tiene que estar el objetivo de nuestra oración: en hacernos cambiar a nosotros en nuestros hábitos de vida personales y en la idea del desarrollo de nuestra civilización y no en que nosotros intentemos cambiar a Dios.
Porque pedir a Dios que mande la lluvia puede parecer algo más o menos acertado, pero en el fondo inocuo.
No es así: la teología que encierra tal forma de oración es mortal para la credibilidad del conjunto de la fe cristiana. Por eso, aunque no resulte agradable, hay que tomar el asunto en serio y reflexionar serena, abierta y honestamente sobre él y sus múltiples consecuencias. El rostro público del Evangelio está en juego. Y esto, a pesar de las santas intenciones de nuestros buenos dirigentes.