“Evitaremos el oro en todos nuestros objetos personales...Demos ejemplo" ¿Por qué no actualizamos el 'Pacto de las catacumbas'?
A la Iglesia se le hizo perder innoblemente el tren de la historia, “desvocacionándola” de su ministerio de salvación, de liberación y de vida, además y siempre “en salida”, en conformidad ajustada a la fórmula del papa Francisco
No me resisto a dejar inéditos al menos estos principios “catacúmbicos”: “Confiaremos que la gestión financiera y material de nuestras diócesis a un comité de seglares competentes y consientes de su papel apostólico, para nosotros ser más pastores de apóstoles, que administradores”
Una y otra vez, y así sucesivamente y hasta no poder más, es de lamentar el secuestro al que entre unos y otros, y en mayor proporción y ascensión jerárquica, se sometió al Concilio Vaticano II. Las sin-razones fueron, y siguen siendo (¡¡) muchas y variadas, pero las consecuencias saltan a la vista y a los titulares de los medios de comunicación social, con “píos” escándalos por parte de unos, y con infames regocijos por parte de otros.
A la Iglesia se le hizo perder innoblemente el tren de la historia, “desvocacionándola” de su ministerio de salvación, de liberación y de vida, además y siempre “en salida”, en conformidad ajustada a la fórmula del papa Francisco. Se la volvió a enclaustrar en recintos gloriosos y monumentales, amenazas y excomuniones “en el nombre de Dios”, con la resurrección de dogmas, infalibilidades y medias verdades, repiques de campanas, “empecatando” sistemáticamente al “devoto sexo femenino” hasta despersonalizarlo, de espaldas al pueblo, o en contra de él, hasta límites que superan los proclamados y defendidos por los códigos civiles y programas de los partidos políticos por paganos que fueran o sean…
La reflexión se vuelve a centrar en esta ocasión en el entorno de “la Iglesia y los pobres en el Vaticano II”, que le confiere título al estudio efectuado por Joan Planellas, recientemente nombrado arzobispo de Tarragona, con capacidad supuesta para que podamos emitir el juicio de que la ceremonia “mitradísima” y espectacular de su consagración, no tuvo relación alguna con el “Vaticano II y sus pobres”, ni con el evangelio y la liturgia populares.
Y es que, a estas alturas de la sensibilización religiosa, no puede olvidarse que la Iglesia, “para” el pueblo es en gran proporción ejemplo de vida y esquema y proyecto de adoración a Dios, lo que es –o son- los obispos. Estos son, se tienen y los tiene el pueblo, como “la” Iglesia. La única Iglesia. Al propio pueblo se le despojó de la más remota idea de que también él es Iglesia. Aún más, de que es y constituye, de por sí, la auténtica Iglesia. La Iglesia es de Jesús, no de la jerarquía…
Pero, sobre todo, cuando además de pueblo, este es “pobre” y de los pobres, el sentido de pertenencia -o exclusión- de la Iglesia, se acrecienta de manera certera, teológica y evangélica. El Vaticano II lo tuvo presente, pese al ambiente clerical –clericalísimo- en el que se celebró, gracias sobre todo al testimonio del papa Juan XXIII, que creyó en el Espíritu Santo, al igual que en el pueblo.
Y, si no en los frígidos y ateridos cánones y esquemas “oficiales” del Concilio, en sus alrededores más limpios y puros, con sabor y recuerdos a “catacumbas” martiriales, casi un centenar de obispos de toda procedencia, -aunque entre los nombres sólo aparece un obispo español, el entonces auxiliar de Valencia, Rafael González Moralejo-, decidieron firmar “trece propuestas” conocidas como “el Compromiso de las Catacumbas”, relacionadas con el ministerio episcopal y la pobreza. Tal documento fue enviado en noviembre de 1965 al papa Pablo VI.
Leídas y releídas las conclusiones, proclamo que del contenido y de la redacción de las mismas, y no de otras cosas, habría de examinar a los “episcopables” el Nuncio de SS., aunque tal y como refiere “la prensa impía y blasfema”, estos,-los Nuncios- están para otras cosas sagradas, o no tan sagradas…
No me resisto a dejar inéditos al menos estos principios “catacúmbicos”: “Confiaremos que la gestión financiera y material de nuestras diócesis a un comité de seglares competentes y consientes de su papel apostólico, para nosotros ser más pastores de apóstoles, que administradores”. “Rehusamos ser llamados de palabra y por escrito con títulos o nombres que signifiquen grandeza o poder (eminencia, excelencia, monseñor…). Preferimos que se nos llame (y considere) con el nombre evangélico de “padre”.
De todas formas, y para mayor abundamiento y comparación, transcribo los puntos que el episcopado melquita, reunido en Sínodo junto al patriarca Máximo IV, elaboró, firmó e hizo público, un mes antes de la terminación del Vaticano II:
“Evitaremos el oro en todos nuestros objetos personales. El gesto de privarnos de nuestros anillos tendrá como finalidad aproximarnos a nuestros hermanos y restituir el auténtico significado de las manas del obispo: ellas han sido consagradas y solo ellas (y no los anillos) merecen el beso de los fieles. Debemos suprimir de nuestra indumentaria todo aquello que no tenga significado litúrgico. Nos esforzaremos por reducir nuestro nivel de vida. Cuando se declaren huelgas justas, tendremos que decir algo, aunque con ello se pueda molestar a algún rico que dejará de ser nuestro benefactor: hemos de exigir, salarios justos, empezando nosotros mismos. Demos ejemplos, poniendo en común nuestros latifundios.
Renunciaremos a los títulos pomposos que Occidente establece para sus pastores. Nos dejaremos guiar por la inspiración del Espíritu Santo, que nos impulsará a ceder nuestro palacio episcopal, a repartir las tierras y a vender los vasos sagrados”.