El desafío de dar sentido a la vida. Eso es lo que nos evoca cada persona que no consigue encontrarlo en medio del sufrimiento. Socialmente hemos de sentirnos interpelados sobre lo que hacemos para que no se queden al margen personas que sufren y podrían ser aliviadas, acompañadas, sostenidas en los procesos de fragilidad y dependencia.
Fuera del contexto sanitario, no hablamos de eutanasia, sino de homicidio o ayuda al suicidio (según el caso). No hay leyes que contemplen esta hipótesis. Ciertamente, las cifras anuales del suicidio, en diferentes circunstancias, son alarmantes: 3.700 al año, más de 10 al día. Es un gran reclamo que está pidiendo caminos de construcción de un mundo más sólido, menos gaseoso, con más posibilidades de asideros para todos, particularmente para los más frágiles y enfermos.
Quien llega a quitar la vida de un ser querido, aunque se lo pida, ciertamente revela un escenario de mucho sufrimiento (de ambos) y es una potente campanilla de alarma para que la sociedad arbitre mecanismos de trabajo por disminuir el sufrimiento evitable mediante procesos de acompañamiento y paliación adecuados.