Víctor Márquez Pailos Una promesa musical
(Víctor Márquez Pailos).- Las flores del huerto conventual son aún promesas. No son como las nuestras, hechas entre dientes, que, unas veces, cumplimos y, otras, menos. Las promesas de la primavera se cumplen siempre. Pero a su tiempo. Diríase que a la floración primaveral le gusta sentirse esperada. ¿A quién no, acaso? Nacer es cuestión de tiempo para los mortales. No tenemos prisa para nacer ni tampoco para morir, que es, tal vez, nacer de otra manera.
En el huerto conventual los primeros en abrir su cáliz al sol y entregarse a los caprichos del viento son los tulipanes. Un pequeño macizo de estos mensajeros despierta, al pasar, la atención del sacristán. "Ya tengo adorno para el altar", piensa en voz alta a mi lado. Y, de un corte, los toma entre sus manos, entre sus dedos largos y finos como los de un pianista, y se los lleva. Instantes después, y en compañía de otras notas de color, ya podemos ver a los tulipanes, granates y amarillos, elevados a la dignidad del ornamento, sobre vertical peana. Ya son música para los ojos.
El sacristán, por cierto, se llama Javier Ruíz y acaba de cumplir treinta y uno. Es su edad, pues, la que necesita la primavera para florecer entre los seres humanos. Inteligente, sensible, divertido, amable y cordial, es, él mismo, otro tulipán abierto y entregado. Toda una promesa musical. Pero la suya es una generación entre dos mundos que han perdido la esperanza. De una parte, el que vive de un pasado sin igual. Y, de otra, el que trae, con el futuro, más desigualdad. Del primero ha aprendido a comprometerse con alguien o con algo para siempre. Del segundo, en cambio, aprende cada día a vivir hoy y nada más. Cada palo que aguante su vela, como se suele decir.
Pero la primavera cumple siempre sus promesas, aunque no haya nadie esperándola en el andén de su estación imprescindible. La primavera se cumple y los tulipanes son sus mensajeros. "Ahora las parejas no aguantan como antes", repiten los habitantes del primer mundo, cada vez que se rompe una promesa. A lo que responden del segundo declarando vanas todas las promesas. Y yo pienso que ni lo uno ni lo otro. Ni aguantar es virtud, porque no hay virtud sin límite, ni lo es tampoco no saber esperar hasta mañana. Si la cultura del esfuerzo hasta el sacrificio nos ha traído al desencanto, a una vida llena de bienes adquiridos con esfuerzo pero desempleados, la cultura del placer sin empleo fijo no nos va a sacar de este marasmo. Disfrutar de la vida es hermoso pero lo es mucho más no gozar a solas.
Siempre me ha llamado la atención que Jesús de Nazaret llame amigos a quienes comunica su mensaje. Porque, si algo pide la amistad, es no ser nada más. Los que se casan o se comprometen para toda la vida dejan su firma sobre un documento. Entre amigos, en cambio, no hay papeles. La amistad es sin compromiso. Es la primavera del amor, que cumple siempre sus promesas porque llega. Acaso por el secreto placer de sentirse esperada. La violencia, machista o feminista, empieza cuando ya nadie espera nada del otro. Ya nadie es flor, como el tulipán en primavera, o mirada que la elige, como la de mi querido sacristán, Javier Ruíz. Toda una promesa.