María, a la sombra del Espíritu

El Espíritu es el que da consistencia, coherencia y estabilidad a todo, el que nos cuida e invita a caminar con decisión por el camino de la existencia, para alcanzar la plenitud a la que estamos llamados. No coarta nuestra voluntad, al contrario, nos impulsa a que alcancemos la máxima libertad, el llegar a ser auténticas personas e hijos de Dios. «A cuantos recibieron la Palabra les hizo capaces de ser hijos de Dios».
Podríamos glosar a Lucas diciendo que la sombra, la presencia del Espíritu, siempre estuvo presente en la vida de María. Igual que en la de cada uno de nosotros pero, en Ella, de una forma especial. El poder de Dios, su protección, su cercanía, fue una experiencia vital, estremecedora en toda su existencia.
Pero esta certeza no significaba un cambio de hábitos. Su vivencia espiritual formaba parte de la cotidianidad. No podemos experimentar a Dios fuera de nuestra realidad, al contrario, lo que hay que hacer es empapar esta con el color y el sabor de Dios, contemplando todo a través de su mirada, intentando vivir con sus mismos sentimientos.
Esa fue la santidad que fue alcanzando María, día tras día, viviendo como una mujer más de Nazaret, un pueblo prácticamente desconocido de Israel. Sintiendo que no hay tareas mayores que otras, sino haciendo lo que se deber hacer, lo mejor que se pueda, en cada momento. Con dedicación, empeño, gusto y alegría.
En medio de ese acontecer diario, a veces nos sorprende lo inaudito. A María le pasó. La Palabra de Dios le llegó en medio de cualquier faena casera, familiar, por eso «se turbó», sin saber lo que pasaba. El anuncio de que sería madre de un niño, que colmaría la esperanza de los más olvidados de Israel, le causó una sorpresa enorme. Pero el temor dio paso a la escucha atenta, a la aceptación. Sentía que ese mensaje, esa palabra, esa buena noticia le era, de alguna manera, familiar.

Oración
María, tú te dejaste
seducir por el Espíritu de Dios,
escuchaste su invitación
y te pusiste a su sombra protectora.
Ayúdanos a dejarnos interpelar
por ese mismo Espíritu, a sorprendernos
y agradecer su presencia,
en nuestra vida y en la de los demás. Amén.

(María, mujer de fe. Ed. San Pablo)
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