El único antídoto contra la muerte
es vivir cada día con mayor intensidad:
la intensidad de una presencia
latente en uno mismo, en el otro.
Para que toda imagen desfigurada
llegue a mostrar la dignidad
de su identidad transfigurada.
Sentir que podemos llegar
a abrirnos como la rosa,
o transformarnos en mariposa
mediante el sacramento de la luz.
El misterio de la ascensión
desde la profundidad al resplandor.
Vivir cada día una vida nueva
también es experimentar
la frágil y vulnerable ternura
del humus de la tierra que soy,
una tierra que germina
en los contornos de la primavera.
La semilla siempre a punto
de florecer en lo que permanece.
La vida grávida ya de vida eterna
cuando la vivimos en plenitud,
en este breve instante
y su incertidumbre.
Sabiendo que lo decisivo
es no dejar de caminar
hacia el propio horizonte común,
paso a paso
tras la sombra cotidiana
y su fulgor.