A mi edad
me sigue seduciendo la belleza,
la sorpresa de cada perfil y la figura
que se cruza en mi senda temprana,
con la que se empapa la mirada y su delirio
desde el primer rocío del alba y su mañana.
A mi edad
las anhelantes emociones se disfrazan
de interiores paladeos, calmos,
absorbentes, delicados,
que preanuncian, a veces,
un desenlace vibrante, inesperado.
A mi edad
la realidad se impone en las heridas
que ahondan hasta el hueso,
las alteraciones de la primavera pausada,
la necesidad de aceptar el otoño
y la tenue gasa que vela mi vista cansada.
A mi edad
quedan tras los restos del sereno declive
de los años, la sonrisa de los días idos,
la persistencia de la duda y la indignación,
el leve aleteo del silencio y su universo,
la insumisa presencia de la ternura y la pasión.
A mi edad
suelo acudir al rincón de la memoria
sin melancolías ni nostalgias,
por si algún parecido permanece latente
en la escala de mis cromosomas y mis genes
de aquel que fui, oculto tras el espejo transparente.