Solos en la vejez
El ser humano es sociable por naturaleza y necesita a los otros para vivir. Cuando una persona se siente sola, se siente también excluida. Los ancianos necesitan el contacto con otras personas; y, en el ocaso de su vida, muchos de ellos sienten, especialmente, la falta de presencias que les reconforten y que llenen un poco el vacío que sienten. Las pérdidas y ausencias han ido minando sus vidas.
La vejez es un momento de fragilidad de la persona en que, a veces, la marca de la soledad queda dibujada en el rostro. Cuando una persona mayor no encuentra a nadie que se ocupe de ella ni tenga con quien hablar, piensa que ya no importa a nadie. La soledad tiene un impacto emocional que provoca nerviosismo, angustia, tristeza, mal humor y sensación de marginación social. El proceso de hacerse mayor puede llegar a ser duro, porque se van perdiendo familiares y amigos y se van perdiendo también facultades y habilidades. La vejez nos llega a todos y se suele recibir con más tristeza que alegría.
Muchas veces el entorno la percibe más como un estorbo que como una riqueza. En el libro de los Salmos leemos: «No me rechaces ahora en la vejez; me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Salmo 71,9). Actualmente, la estructura familiar ha cambiado y apenas hay espacio para los mayores, pero, a pesar de que, a menudo, los arrinconamos y menospreciamos, siguen teniendo un papel muy importante y de gran valor para la sociedad.
Sin ellos, perderíamos la sabiduría de la vida y el gran tesoro de las relaciones intergeneracionales, en que jóvenes y mayores aprenden unos de otros. Es necesario que nuestros hermanos mayores ocupen el lugar que les corresponde y no queden desplazados. «Esta civilización seguirá adelante si sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos». (Amoris Laetitia, 192)
Vivimos en una sociedad con cambios constantes, donde se promueve el individualismo y la autosuficiencia, donde cada uno va a la suya, donde no tenemos tiempo para los demás, pero, en cambio, podemos pasar horas y horas hipnotizados ante una pantalla con el único objetivo de pasar el rato. Es necesario que todos seamos sensibles y estemos atentos a las personas de nuestra comunidad, a lo que les ocurre, para poder acompañarlas cuando lo necesiten. Debemos cuidar a la gente mayor porque son testigos valiosos que enriquecen nuestras vidas. «Quien tiene un amigo tiene un tesoro» (cf. Eclo 6,14), dicen. Quien tiene un abuelo o un anciano como amigo tiene una fortuna, digo yo. Sin duda, tener un anciano cerca es un regalo, un privilegio, prácticamente es una necesidad. Así lo expresaba el papa Francisco en el último Sínodo, recordando un refrán argentino: «Si en tu casa no hay ningún anciano, compra uno y cuídalo.»
Estimados hermanos, tengamos presentes a nuestros ancianos: acojámosles, escuchémosles y amémosles. ¡Regalemos un poco de nuestro tiempo!
Cardenal Juan José Omella Arzobispo de Barcelona