Moltmann ha sido uno de los teólogos alemanes más relevantes desde principio de la década de los 60 Jürgen Moltmann, un teólogo en lucha con Dios
Hace un mes, el 3 de junio, fallecía a los 98 años en su casa de Tübingen (Alemania), el teólogo Jürgen Moltmann
¿Cuánto le debe la teología a la hora de repensar conceptos clásicos como esperanza y cruz? es difícil de medir.
Sin embargo, nadie podrá negar que en los los últimos 60 años, Moltmann ha sido unos de los pocos teólogos con amplio consenso, superando las barreras confesionales
Sin embargo, nadie podrá negar que en los los últimos 60 años, Moltmann ha sido unos de los pocos teólogos con amplio consenso, superando las barreras confesionales
Hace un mes, el 3 de junio, fallecía a los 98 años en su casa de Tübingen (Alemania), el teólogo Jürgen Moltmann. ¿Cuánto le debe la teología a la hora de repensar conceptos clásicos como esperanza y cruz? es difícil de medir. Sin embargo, nadie podrá negar que en los los últimos 60 años, Moltmann ha sido unos de los pocos teólogos con amplio consenso, superando las barreras confesionales. Había nacido en Hamburgo el 8 de abril de 1926 y perteneció a la tradición de la Iglesia reformada.
Luego de enseñar teología en diversas universidades alemanas como Wuppertal y Bonn, se radicó en Tübingen, donde enseñó teología sistemática desde 1967 a 1994. Junto con Eberhard Jüngel y Wolfhart Pannenberg, Moltmann ha sido uno de los teólogos alemanes más relevantes desde principio de la década de los 60’. Su influjo se extiende a la teología católica y ortodoxa, y en particular sus ideas tuvieron enorme repercusión en las diversas Teologías de la liberación del Tercer Mundo. Pero su influencia va más allá de los círculos académicos; el fuerte componente experiencial y práctico de su teología le ha acercado a diversas comunidades de base de América Latina, que han pensado el mundo de los pobres y crucificados desde muchas de sus intuiciones y propuestas teológicas.
El pensamiento de Jürgen Moltmann (1926-2024), está marcado perdurablemente por “El principio esperanza”, la obra principal de Ernst Bloch (1885-1977), escrita entre 1954 y 1959, publicada originalmente en 3 volúmenes, en la que Bloch elabora una teoría filosófica de la utopía. Según Bloch, todo lo real tiende a “autotrascenderse”, se dirige de su “ser-así” a su “no-ser todavía”. Sobre esta base desarrolla una teoría del progreso social que debe acometer el ser humano. Al final de tal progreso se intuye un bien perfecto o un “reino de la plenitud”: “La verdadera génesis no se encuentra al principio, sino al fin, y empezará solo cuando la sociedad y la existencia se hagan radicales, es decir, cuando pongan mano en su raíz.
Fundamento de la esperanza
Pero la raíz de la historia es el ser humano trabajador, creador, que reconfigura y supera lo dado” (Cf. Ernst Bloch, “El principio esperanza” tomo III, Trotta, Madrid, 2007, p. 127). Partiendo de la filosofía blochiana de la esperanza elabora Moltmann en su “Teología de la esperanza” (1964), un intento por interrogarse acerca del fundamento de la esperanza de la fe cristiana y por la responsabilidad que ésta tiene en el pensar y el obrar profanos. Moltmann advierte desde el inicio que “las múltiples polémicas que aparecen en su obra, no deben ser tomadas como repudios y condenas de parte de su autor. Por el contrario, los concibe como diálogos necesarios sobre un asunto común, el cual es tan rico que reclama perspectivas siempre nuevas” (Jürgen Moltmann, “Teología de la esperanza”, Sígueme, Salamanca, 2006, pp. 13; 29-31).
A la utopía social de Bloch, le contrapone Moltmann el “Dios de la esperanza” paulino (Rm 15,13). A diferencia de una razón humana que se autoempodera, la interpretación cristiana de la historia se basa en una promesa dada por Dios. Esto en modo alguno condena al ser humano a la inactividad, al contrario, lo habilita para actuar desde la fe que es eficaz también políticamente (Cf. Moltmann, “Teología de la esperanza”, pp. 21; 425). En este sentido, Moltmann ve lo específico de la acción social y política de los cristianos en que la fe cristiana se refiere constitutivamente al “Dios crucificado” (Cf. Dirk Ansorge, “Historia de la teología cristiana. Épocas, pensadores, derroteros”, Sal Terrae, Santander, 2023, p. 356).
Según Jon Sobrino, para Moltmann, Dios es “un Dios que tiene el futuro como carácter constitutivo”. Es el Dios de la promesa que se cumplirá en el futuro y por ello es el Dios de la esperanza. Dios actúa en y dentro del presente como poder del futuro. Moltmann le critica a Bultmann la falta de futuro en su visión de la realidad: “solo con la esperanza en el futuro del mundo puede soportar el creyente el dolor que siente ante la impiedad de este mundo”. Y esta “futuridad” de Dios está fundamentada en la resurrección de Jesús.
En este sentido, todas las afirmaciones anteriores sobre Dios tomadas de la historia de Israel, de la ley, de la alianza o de la existencia del mundo como tal, pierden fuerza, reduciéndose a meros dichos históricos, en comparación con esta nueva autodefinición escatológica de Dios como resucitador de muertos. Por otra parte, a estas afirmaciones, Moltmann añade aquellas que recalcan el presente. La pregunta por Dios se hace sobre el suelo de la experiencia histórica y en conceptos temporales sobre la pregunta por su venida. En particular recalca que Dios es un Dios crucificado, y por eso en un proceso trinitario que culminará al final de la historia (Cf. Jon Sobrino, “La fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas”, Trotta, Madrid, 2007, pp. 81; 140).
Un matrimonio del todo singular
La historia cristiana ha producido pocos ejemplos de matrimonios cuyos miembros han sido ambos renombrados teólogos. Durante más de cincuenta años, el matrimonio de Elisabeth Moltmann-Wendel y Jürgen Moltmann ha constituido una fecunda cooperación teológica. Todo comenzó en 1948, cuando los dos jóvenes estudiantes de teología se conocieron en la Universidad de Göttingen. Jürgen llegaba después de haber pasado tres años como prisionero de guerra, tiempo durante el cual se convirtió al cristianismo. Elisabeth llegaba de Potsdam ciudad (cercana a Berlín) donde nació y donde su familia siguió viviendo durante las separaciones de la guerra fría.
Desde el principio les unió su amor a la teología. Jürgen había crecido en una familia secular y había llegado a la fe después de haber escapado por muy poco de la muerte cuando era un sodado de diecisiete años en Hamburgo y tras haber sufrido la desesperanza propia de un prisionero de guerra. Elisabeth, que había crecido en una familia cristiana y se había formado mediante los estudios bíblicos “clandestinos” de la Iglesia Confesante, había comenzado sus estudios teológicos en Berlín. Fue en Göttingen donde ambos realizaron sus tesis doctorales dirigidos por el mismo “Doktorvater”, Otto Weber, un “convertido” de haber apoyado al partido nazi y perseguido a la iglesia confesante, que trascendió por su monumental “Fundamentos de la dogmática” (Grundlagen der Dogmatik, Neukirchen & Moers, 1955).
La diferencia de tonalidad puede deberse en parte a sus perspectivas de género, o puede tal vez que refleje el hecho de que Elisabeth procede originariamente de un trasfondo luterano, mientras que Jürgen se ha identificado con las tradiciones reformadas
Desde entonces su pensamiento ha mostrado profundas similitudes de espíritu y compromisos comunes, sin dejar de presentar notables diferencias en sus tratamientos teológicos. La diferencia de tonalidad puede deberse en parte a sus perspectivas de género, o puede tal vez que refleje el hecho de que Elisabeth procede originariamente de un trasfondo luterano, mientras que Jürgen se ha identificado con las tradiciones reformadas. Las diferencias brotan también, por supuesto, de sus concretas vocaciones teológicas: él como principal teólogo ecuménico en la prestigiosa facultad protestante de Tübingen, y ella como principal teóloga feminista de la Europa central.
En cualquier caso, siempre les han gustado los matices de sus diferencias y han tratado de mantenerlas vivas, dentro de un profundo respeto mutuo. Los aspectos comunes de sus teologías, sin embargo, son inequívocos. Ambos son teólogos de reconciliación, en busca siempre de nuevos modos de hablar de la venida del “Shalon” de Dios a la tierra. Son teólogos de paz, dentro de los conflictos en el mundo moderno y postmoderno. Ambos sostienen sus teologías ecuménicas en el más amplios sentido y las desarrollan en las fronteras existenciales, culturales y étnicas. A lo largo de sus vidas y gracias a miles de contactos y amistades globales, llegaron a comprender que no hay teología sin conversión, y sus teologías revelan que han escuchado tanto o más de lo que han hablado.
El Dios crucificado ayer y hoy (1972-2022)
Hace 50 años, Walter Kasper señalaba que “a quien en el actual caos de las opiniones teológicas y en la esterilidad de las polémicas intraeclesiales busque un diagnóstico claro y preciso de la situación, le recomiendo el libro de Jürgen Moltmann “El Dios crucificado” (Walter Kasper, “La teología a debate. Claves de la ciencia de la fe”, Sal Terrae, Santander, 2016, p. 472).
En verdad, solo por las dos primeras secciones sobre “La crisis de relevancia de la fe cristiana” y “La crisis de identidad de la fe cristiana” (Cf. Jürgen Moltmann, “El Dios crucificado”, Sígueme, Salamanca, 2010, pp. 30-42; 42-50), merece la pena ser leído. Hoy puede decirse lo mismo y aún con énfasis. Moltmann afirma que las Iglesias, tras una fase restauracionista, entraron en una fase de apertura y salida al mundo, a la que ahora sigue una fase de resignación y crisis. La razón de la crisis radica, en un “dilema entre identidad y compromiso”.
Pues en la medida en que los cristianos/as y las iglesias cobran conciencia de su alarmante pérdida progresiva de relevancia y credibilidad en la sociedad moderna y comienzan a comprometerse, se exponen al peligro de una pérdida de identidad. Se asemejan a un camaleón, que siempre adopta los colores del entorno. Si por el contrario, solamente se preocupan temerosos de su identidad, devienen una “secta” cerrada sobre sí misma. La crisis de relevancia y la crisis de identidad son complementarias. Allí donde se encuentra identidad, la relevancia se torna problemática, y donde se alcanza relevancia, la identidad también encuentra su problema.
Doble identificación en la cruz
La respuesta de Moltmann a esa aporética situación, reza: “Relevancia solo en virtud de una identidad experimentada y creída” (“El Dios crucificado”, pp. 42, 43, 356, 377). Pero la fe cristiana solo adquiere identidad a través de la cruz de Cristo. En la cruz acontece una doble identificación: Dios se identifica con los impíos y abandonados por Dios, entre los que uno mismo se cuenta y con los que uno mismo debe identificarse cristianamente. Esto nos introduce en “El Dios crucificado” publicado en Alemania en 1972, que según Richard Bauckham, tal vez, el mejor biógrafo de Moltmann, “es uno de los mejores estudios modernos sobre la teología de la cruz” (Cf. Richard Bauckham, “The Theology of Jürgen Moltmann, T&T Clark, New York, 2006, p. 3, 58, 108, 228).
Aunque el mismo Moltmann no esté seguro de ello, sí considera que “el libro era parte de mí personal lucha con Dios, de mi sufrimiento bajo el lado oscuro de Dios, el rostro oscuro de Dios, el “hester panim” (Dios oculta su rostro), como dicen los judíos, el desamparo por parte de Dios en que se encuentran las víctimas y la impiedad de los culpables en la historia humana de violencia y sufrimiento”.
“En julio de 1943, a los diecisiete años de edad, estaba yo tendido en tierra oyendo cómo caían las bombas a mi alrededor en mi ciudad natal de Hamburgo. Cuarenta mil personas, incluidos mujeres y niños, murieron"
Moltmann hace un relato autobiográfico de su existencial encuentro con el misterio de la cruz, el crucificado y la acción de Dios: “En julio de 1943, a los diecisiete años de edad, estaba yo tendido en tierra oyendo cómo caían las bombas a mi alrededor en mi ciudad natal de Hamburgo. Cuarenta mil personas, incluidos mujeres y niños, murieron como consecuencia de aquel bombardeo o de los incendios posteriores. Milagrosamente, yo sobreviví. Hasta el día de hoy, sigo sin saber por qué no caí muerto como mis compañeros. Mi pregunta en aquel infierno no era: ¿Por qué permite Dios que suceda esto?, sino: ¿Dónde está Dios?; ¿Está Dios lejos de nosotros, ausente en su cielo, o está entre nosotros, sufriendo con nosotros?; ¿comparte Dios nuestro sufrimiento?”. Esta experiencia límite le plantearon dos problemas: uno es el problema teorético de acusar a Dios ante el dolor de las víctimas (el llamado problema de la teodicea). El otro es el problema existencial acerca de la comunidad con Dios en el sufrimiento. Como es lógico, el primer problema presupone un Dios apático e intocable en su cielo, mientras que el segundo es la búsqueda de un Dios compasivo, “el compañero en el sufrimiento que nos sorprende”.
Moltmann asume con perplejidad la catástrofe de su pueblo alemán en lo que fue el terrible crimen contra el pueblo judío que se conoce con el vergonzoso nombre de “Auschwitz”. Le resulta imposible olvidar las imágenes de los muertos en el campo de concentración de Bergen-Belsen que les mostraban a los prisioneros de guerra ingleses en octubre de 1945. Increíble pero cierto, todos aquellos crímenes aberrantes habían sido cometidos en nombre de “su” pueblo alemán. Moltmann reconoce con profundo dolor que los horrores de los crímenes del Holocausto han pesado sobre él y sobre muchas personas de su generación en Alemania desde el final de la guerra.
Ha tenido que pasar mucho tiempo antes de que gran parte del pueblo alemán pudiera emerger del silencio que cierra las bocas de la gente sobre la cual pesa el recuerdo de las víctimas. De allí las preguntas inevitables ¿permitió Dios que sucediera?; ¿dónde está Dios?; ¿está Dios lejos de la víctimas de la violencia o está a su lado? Del libro “El Dios crucificado” se ha dicho repetidas veces que es teología cristiana “después de Auschwitz”. Moltmann reconoce la verdad de esta afirmación, en cuanto que intentó “hablar a Dios, de confiar en Dios y de hablar sobre él bajo la sombra de Auschwitz y ante la imagen de la víctimas”.
La cuestión de Dios en esta obra es “idéntica al grito de las víctimas clamando por justicia y al ansia de los perpetradores del crimen por desandar el camino de muerte”. “El Dios crucificado”, tiene historia en la biografía de Moltmann. El 4 de abril de 1968, mientras participaba en un congreso sobre “Teología de la esperanza” en la Duke University, alguien ingresó de repente en la sala Harvey Cox gritando: “¡Han disparado contra Luther King!”. El congreso finalizó de inmediato y los participantes volvieron a sus casas, porque en muchas ciudades norteamericanas se produjeron grandes disturbios. Días después Moltmann regresa a Tübingen, prometiendo a sus amigos norteamericanos que cuando regresara de nuevo, no volvería a hablar de teología de la esperanza, sino de teología de la cruz (Cf. Jürgen Moltmann, Elisabeth Moltmann-Wendel, “Pasión por Dios. Una teología a dos voces”, Sal Terrae, Santander, 2007, pp. 79-81).
Otro hecho singular está ligado a esta obra de Moltmann y su repercución y es narrado por el teológo salvadoreño Jon Sobrino, uno, de la comunidad de los seis jesuitas y dos servidoras, Julia Elba y su hija Celina, que fueron asesinados el 19 de noviembre de 1989 en la casa de la Universidad centroamericana “José Simeón Cañas” en El Salvador. Sobrino se encontraba en ese momento de viaje en Tailandia, dando un curso de cristología a misioneros/as, cuando a media noche lo sorprende una llamada por teléfono desde Londes y un íntimo amigo le dio la triste noticia.
Ese día había hablado en clase sobre la muerte en cruz de Jesús de Nazaret, pero, aunque le afectaba la cruz de Jesús, no tenía ni lejanamente el peso de la noticia que acababan de comunicarle. A la mañana siguiente bajó para la eucaristía y la comunidad había preparado el altar hecho con flores bellamente dispuestas sobre el suelo. Sobrino no habló durante la misa, y al final alguien tímidamente le preguntó si quería decir algo, y dijo simplemente: “Tengo una mala noticia que darles: han matado a toda mi familia. Y tengo una buena noticia: he vivido con gente buena” (Cf. Charo Marmol, “Conversasiones con Jon Sobrino”, PPC, Madrid, 2018, p. 324).
Durante quince años, Sobrino predicará en la misa en memoria de los mártires y lo hará recurriendo al género de “cartas dirigidas a Ellacu” (Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad y líder intelectual del grupo). En la carta del 5 de noviembre de 1994 que titula “Volver a lo profundo y escondido”, dice: “Piensan algunos que hay esperanza cuando las cosas van bien y suceden tal como las deseamos. Pero eso, por necesario, bueno y justo que sea, no es todavía esperanza. Esperanza es otra cosa. Es la convicción de que la bondad no es ilusoria, de que el amor es más fuerte que la muerte. La esperanza tiene que ser lúcida y presupone objetividad, realismo, pero, en definitiva, surge y crece allá donde hay amor”. Y cita la obra “Volviendo al futuro” (Cf. J. Moltmann, Umkehr zur Zukunft, Verlag, München, 1970, p. 76): “No toda vida es ocasión de esperanza, pero sí lo es la vida de Jesús que por amor cargó con la cruz, escribió Jürgen Moltmann, teólogo alemán que vino a rezar al “Jardín de las rosas” hace pocas semanas”. Y agregaba: “Recordar a Jürgen Moltmann en esta carta no es solo ornamental. Después de asesinar a los jesuitas en el predio fuera de la casa, introdujeron el cadáver de Juan Ramón Moreno en una de las habitaciones, que resultó ser la mía. En el ajetreo, cayó del estante de mi cuarto un solo libro. Era “El Dios crucificado” de Moltmann, y quedó empapado en la sangre de Juan Ramón. Le envié una foto de su libro ensagrentado. Cuando Moltmann vino a El Salvador el 24 de febrero de este año me dijo que no venía a dar ninguna conferencia sino a rezar en el “Jardín de las rosas”. Así lo hizo largamente”.
El teólogo de la liberación Víctor Codina (†2023), visitó El Salvador en 2008, para un encuentro de teólogos y recibió el mismo testimonio sobre la visita y el espíritu orante de Moltmann en el jardín donde descansan y esperan su resurreción los mártires de la UCA (Cf. Víctor Codina, “Testimonios y sueños pastorales. Desde el sur y desde el norte”, Bonum, Buenos Aires, 2022, p. 176). Moltmann siempre reconoció que “El Dios crucificado” fue un libro comprometido, en el mejor sentido de la palabra. Animó a la gente a pensar por sí misma sobre el sufrimiento y el Cristo crucificado. Reconoce haber recibido gran apoyo de teólogos anglicanos como Kenneth Woolcombre y Richard Bauckham (que hemos citado), pero también de teólogos de la liberación como Jon Sobrino y Leonardo Boff, con quien compartió un libro: (Jürgen Moltmann-Leonardo Boff, “¿Hay esperanza para la creación amenazada?”, Dabar, México, 2016); igualmente del teólogo minjung coreano Ahn Byun-Mu y para sorpresa suya, también del teólogo ortodoxo rumano Dumitru Staniloae, que consideró el dolor de Dios incluido en el concepto del Dios misericordioso (Cf. Jon Sobrino, “Cartas a Ellacuría 1989-2004”, Trotta, Madrid, 2004, pp. 65, 66, 68, 90).
Giro hacia la Teología de la liberación
La posición de Moltmann hacia la teología de la liberación experimentó un cambio total en su vida y pensamiento. En 1975, escribe una carta abierta al teólogo metodista argentino, José Míguez Bonino, donde reacciona con dureza a las críticas que a su teología le hacía la teología de la liberación. Calificaba a la teología de la liberación de provincianismo teológico y criticaba, que con poco discernimiento utilizaba del marxismo. Sin ambages, decía que había en la TL más recurso a teorías sociológicas de socialistas occidentales que de la historia de la vida y el pueblo latinoamericano (Cf. Jürgen Moltmann, “La teología de la liberación. Carta abierta a José Míguez Bonino”, Iglesia Viva 60 [1970], pp. 559-570).
Diez años después, Moltmann cambiará su juicio sobre la teología de la liberación, reconoce sin sombra de duda su solidez teológica y afirma de manera elocuente: “Los teólogos de la liberación se han enraizado en las comunidades de base que son un signo prometedor de reforma de la Iglesia y de la sociedad, y que inyectan vida de un modo que tiene algo de milagroso en una Iglesia, un poco apática de centralismo. Y ahí, ahora, la teología de la liberación tiene su relación organizativa. ¡Distinta del marxismo! Por esto puedo hoy decir que la teología de la liberación es una teología sólida y sana y dejo caer por completo las complejidades que yo formulaba en aquella carta mía. Sé que existen muchas objeciones contra la teología de la liberación, sobre todo a propósito de la Iglesia popular. Creo, sin embargo, que la experiencia que hay bajo el nombre de Iglesia popular es una nueva experiencia del Espíritu Santo, una nueva experiencia pentecostal. Es la comunidad de los fieles que quiere ser sujeto de su propia historia” (Cf. J. Moltmann, “Dalla teologia politica all’etica politica”, Il Regno 507 [1984], pp. 205ss.); citado en su excelente artículo por: Juan José Tamayo, “Recepción en Europa de la teología de la liberación”, en Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino, “Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la Liberación” I, Trotta, Madrid, 1990, pp. 63-64).
A esto se le llama, honestidad intelectual, apertura mental, fidelidad con la realidad, y bien pudieran aplicarseles a Jürgen Moltmann, aquellas palabras de Newman al hablar del “desarrollo dogmático”: “En un mundo superior ocurre de otra manera, pero aquí abajo, vivir es cambiar, y ser pleno es haber cambiado frecuentemente” (J.H. Newman, “An Essay on the Development of the Christian Doctrine”, Longmans, Green & Co., London, 1875, p. 63). Moltmann desde su tradición reformada aporta con su teología una interesante recepción de lo que significa lo “católico”. En su “Historia de una vida”, escribe sobre las asambleas de la mundialmente reconocida revista internacional “Concilium”, y afirma con convicción que el término “católico” no debe ser entendido en un delimitador sentido confesional. “No me costaba en absoluto identificarme con tal catolicidad autónoma. En éste sentido “Concilium” me hizo “católico”, me convirtió, por así decirlo, en un católico evangélico, aunque no romano” (Cf. J. Moltmann, “Weiter Raum. Eine Lebensgeschichte, Gütersloh, 2006, p. 241; citado por Hans Küng, “Verdad controvertida. Memorias”, Trotta, Madrid, 2009, p. 306).
Velar, Orar y pensar la fe con los ojos abiertos
Moltmann hace una aguda reflexión sobre el “velar y orar” en la espiritualidad cristiana. La vigilia acompaña siempre a la verdadera oración. Orar es bueno, pero velar es mejor. A menudo los hombres y mujeres de nuestro tiempo piensan que la gente que ora no pertenece a este mundo, sino que tiene ya un pie en el más allá. Muchos consideran que la oración es para personas que no tienen otra cosa que hacer, a las que no les queda más que el rosario, la adoración eucarística o el libro de himnos (tradiciones católica y protestante, todas ellas legítimas). Sin embargo, que la oración tiene que ver con el despertar a la “realidad”, con la “vigilia” de lo que puede acontecer, la “atención” del presente y la “expectativa” de vida futura, es algo que muy pocos o casi nadie sabe o tiene presente.
Moltmann, señala que en parte los cristianos/as hemos provocado y llevado a mucha gente a pensar así. Nuestro lenguaje corporal al orar no sugiere una particular vigilancia. Cerramos los ojos y miramos en nuetro interior buscando quien sabe que cosa, por decirlo de algún modo. Juntamos las manos, nos arrodillamos y bajamos los ojos, incluso nos postramos en tierra. Nadie que nos viera tendría la impresión de que se trata de un grupo de gente que “espera” a alguien. Estas actitudes generalizadas por la costumbre “tradicional” (“consuetudinis ecclesiae” [costumbres de la iglesia] diría Lutero) ¿no es más bien una confianza “ciega” en Dios, lo que expresan estos tipos de oración y meditación? ¿Por qué cerramos los ojos?; ¿no será mucho más auténtico y veráz con nuestra fe confesada, orar con los ojos abiertos y la cabeza bien erguida? El relato más impresionante sobre la vigilia es también la hora más dura de Jesús: la noche de Getsemaní. El título en la Biblia de Lutero es profundamente revelador: “La lucha de Getsemaní”, porque se trata nada menos que de la lucha interna de Jesús con el abandono por parte de Dios. Su oración al Dios al que llama “Abbá”, Padre querido, no es respondida. El cáliz de la muerte eterna no pasa de él. Es la noche de lo que el filósofo judío Martin Buber llamaba “el eclipse de Dios” que cae sobre él, sobre los “suyos” y sobre “este mundo”.
Ésta es la razón de que en esta hora Jesús empezara a “sentir pavor y angustia” dice Marcos, “tristeza y angustia” dice Mateo. “Mi alma está triste hasta el punto de morir” dice a los discípulos (Mt 26, 38). Durante su ministerio en galilea, Jesús se había retirado a menudo y había orado durante toda la noche a solas en las colinas; pero en esta hora de la pasión tiene miedo de estar solo con su Dios y suplica a sus discípulos: “Quédense aquí y velen conmigo” (Mt 26, 36). Jesús ora y lucha con la oscura y misteriosa voluntad de su Dios, y espera que sus discípulos velen también orando. Pero eso no sucede, Jesús “entra” en ese eclipse de Dios velando y orando en soledad: “No se haga mi voluntad sino la tuya”. Los discípulos caen en un profundo e inconsciente sueño: “Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? (Mc 14, 37).
Esta escena, tan triste para Jesús y tan vergonzosa para los discípulos, se repite tres veces. Jesús se debate con el lado oscuro de Dios, y la aplastante incosciencia del sueño desciende sobre los discípulos hasta que la noche ha pasado y el día del Gólgota ha comenzado, afrontándolo Jesús activa y resultamente: “¡Levántense! ¡vámonos! Miren, el que me va a entregar está cerca” (Mc 14, 42).
En una celda del monasterio de Santa Croce, en Florencia, hay un estupendo fresco de Fra Angelico sobre la escena de Getsemaní. Jesús está orando, y los discípulos durmiendo; pero hay personas velando al lado de Jesús, dos mujeres. Una mira con los ojos abiertos de par en par en dirección a Jesús mientras éste ora. La otra está leyendo la Biblia. Estas mujeres son Marta y María. Están velando con Jesús y cuidando de él en la hora en que se ve abandonado por Dios, igual que las mujeres desde lejos cuando Jesús fue crucificado y los discípulos varones huyeron. Moltmann, introduce la pregunta teo-lógica: ¿por qué se quedaron dormidos los discípulos?
on sus curaciones de enfermos, expulsión de demonios, Jesús había comunicado la “cercanía” de Dios de modos que podían ser vistos y percibidos por los sentidos. Pero para los discípulos esa cercanía se convierte ahora, evidentemente, en ausencia de Dios
Seguramente pensarían que si el Maestro al que habían seguido sin temor ni temblor comienza a temer, es que seguramente algún peligro cruel e inescrutable debe acechar, sin duda. ¿Qué peligro? Con sus curaciones de enfermos, expulsión de demonios, Jesús había comunicado la “cercanía” de Dios de modos que podían ser vistos y percibidos por los sentidos. Pero para los discípulos esa cercanía se convierte ahora, evidentemente, en ausencia de Dios. Su sensación de que Dios los había encontrado se ve completamente trastocada, convirtiéndose en una sensación de estar perdidos y sin nada a lo que aferrarse. Es como si hubieran sido derribados de golpe. Por eso, su reacción es la insensibilidad y el sueño de la desesperanza.
Cualquiera que haya experimentado algo parecido en su vida, sabe lo que ocurre. El peligro inminente puede estimularnos, pero el peligro sin salida nos insensibiliza y nos refugiamos en el sueño, un sueño que nos protege de lo insoportable. No es el sueño natural y revigorizante; es el sueño petrificador de todos nuestros sentidos que nos pone enfermos. Tenemos los ojos abiertos, pero estamos sordos y no oímos nada. Estamos apáticos y no sentimos nada. El sueño paralizante que cayó sobre los discípulos de Jesús en Getsemaní no fue un problema únicamente suyo. También es un problema nuestro. Nuestro modo de reaccionar ante la creciente crisis ecológica o de los abusos en la Iglesia no es distinto. No percibimos la capacidad de destrucción de la capa de ozono con la ayuda de nuestros sentidos, ni la desfiguración del rostro de Dios en las víctimas de abusos. La cruz es reveladora de la autoimpotencia del Dios crucificado. Este “lugar” de la revelación es profundamente ecuménico según Moltmann. Pues al pie de la cruz estamos todos con las manos vacías.
El ecumenismo solo surge donde nos descubrimos como hermanos y hermanas, como hambrientos que sufrimos una pobreza común (Rm 3, 23), como cautivos en el mismo pecado. Cuanto más nos acercamos a la cruz y los crucificados y crucificadas por el odio, la discriminación, la guerra, el hambre y el sometimiento en todas sus formas, más nos acercamos a Cristo, más nos acercamos unos a otros. Al pie de la cruz y de los crucificados de la historia, no estamos censados como católicos, protestantes u ortodoxos. Allí los impíos son justificados, los enemigos reconciliados, los cautivos liberados, los pobres enriquecidos y los tristes colmados de esperanza (Cf. J. Moltmann, Elisabeth Moltmann-Wendel, “Pasión por Dios”, pp. 67-69; J. Moltmann, “El Dios crucificado”, pp. 176-178; J. Moltmann, “Un nuevo estilo de vida. Sobre la libertad, la alegría y el juego”, Sígueme, Salamanca, 1981, p. 73).