Cómo se ha llegado a que la Iglesia/institución, sea vea cuestionada en su autoridad? El desvelamiento de los casos de abusos en la Iglesia: ¿Quién tiene la autoridad?
Los nombres de Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo trascienden fronteras. Sus vidas son hoy fecundas en la difusión de un tema que ha atravesado la vida de la Iglesia chilena y mundial, con una crisis sin precedentes, y que ha encontrado en ellos una autoridad en la materia, fraguada a lo largo de años de “lucha contra la Iglesia católica”
La autoridad no se acredita como aliada del poder. En el “caso” que ligó parte de sus vidas a un ministerio sacerdotal ejercido de manera corrupta y que fue sostenido arbitrariamente por altos poderes del gobierno eclesiástico y parte de la sociedad católica chilena encumbrada, la autoridad se “impuso” desde el soberano y crucificante triunfo de la verdad liberadora
El camino que la Iglesia católica ha recorrido con la crisis de abusos lleva varias décadas, sin embargo, ha sido gracias al accionar de las víctimas que se ha podido dar un giro copernicano. ¿Cómo se ha llegado a que la Iglesia/institución, sea vea cuestionada en su autoridad?, es una pregunta a la que no puede responderse desde posicionamientos tradicionales.
El hecho de que durante tanto tiempo los casos de abusos sexuales, de poder y de conciencia por parte de miembros del clero católico, hayan permanecido ocultos, no tiene una respuesta simple, pues compromete a la Iglesia en su estructura misma, sus figuras de autoridad, imaginarios populares, paradigmas históricos y sus decisiones extemporáneas. Si estos hechos aberrantes fueron capaces de ser “cometidos” y peor “encumbiertos” por un grupo de “cómplices empáticos o amigos” del victimario, involucrando incluso al “poder jerárquico” ejercido con “autoridad”, sin ningún tipo de “autocontroles” internos y/o externos, el resultado no habría sido facilmente previsible.
Tampoco podían preverse los daños que ocasionarían; estos llegarían a ser desastrosos, con hipotecas “materiales y espirituales”, difíciles de ser facilmente reparadas. Los análisis de “casos” más renombrados en el mundo (EE.UU, Irlanda, Australia, Alemania, Chile, México, por citar los que han salido a la luz con mayor difusión y generado las mejores investigaciones)[1], han arrojado un patrón común de conductas y una falla en el discernimiento, en la medida en que se ha apelado “siempre” en primer lugar y sin ningún tipo de cuestionamiento, a dar veracidad al victimario y “nunca” a las víctimas. El prior de la Gran Cartuja, Dysmas de Lassus señala: “siempre ha resultado difícil creer a las víctimas, pues se trata de creer en lo increíble, y esto proviene del hecho de que las víctimas trastornan el mundo en el que vivimos” (Cf. Dom Dysmas de Lassus, “Riesgos y derivas de la vida religiosa”, BAC, Madrid, 2022, p. 267).
Esto revela no solo una cuestión “sistémica”, social/eclesial, sino un grave error en la comprensión de conceptos “claves” que estructuran y animan el dinamismo y la confianza que la Iglesia tiene en el ejercicio de su “autoridad”. En el evangelio, leemos que en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús predica en sábado y se pone a enseñar. Y los que lo oían “quedan asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1, 21-22). El exégeta alemán Joachim Gnilka, observa que para Marcos, la autoridad especial de la palabra de Jesús se pone de manifiesto en que está acompañada de “acciones poderosas” (eficaces/creíbles). El derrocamiento del espíritu malo da a conocer que ha llegado la soberanía de Dios (Mc 3, 24-27). Gnilka agrega que hay una acción explícita de la palabra y que sobre ese trasfondo hay que leer el exorcismo, (Cf. Joachim Gnilka, “El Evangelio según San Marcos”. Mc 1,1-8,26 vol. 1, Sígueme, Salamanca, 1996, pp. 92-93.).
Digamos desde ahora que no discutiremos sobre la legitimidad de la autoridad en la Iglesia, dicha autoridad existe y es querida por Dios, aunque paradójicamente en su nombre se hayan cometidos graves delitos “amparados” incluso en pronunciamientos magisteriales
El pasaje bíblico puede servir de referencia, para acentuar que la “autoridad” de Jesús ante todo, “no se esconde”, “se acredita a la luz de la coherencia”, “no hace alianzas con el demonio/victimario/encubridor”, cuya única intención es destruir y apropiarse, no solo de los cuerpos, sino tambien de las conciencias y voluntades” (Mc 5, 1-20; 9, 14-29). Digamos desde ahora que no discutiremos sobre la legitimidad de la autoridad en la Iglesia, dicha autoridad existe y es querida por Dios, aunque paradójicamente en su nombre se hayan cometidos graves delitos “amparados” incluso en pronunciamientos magisteriales (Cf. José Ignacio González Faus, “La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico”, Sal Terrae, Santander, 2006, pp. 131, 168-171, 327-328).
“Justificación ideológica”
Lo que aquí se cuestiona es la “forma histórica”, excluyente en su organización y de la teología que se ha creado sobre ella, la cual ha ejercido muchas veces la función de “justificación ideológica” de las relaciones desequilibradas de poder entre los miembros de la Iglesia, en particular de las víctimas cuando no han podido defenderse (Cf. Leonardo Boff, “Iglesia: carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante”, Sal Terrae, Santander, 1982, pp. 85-86). Esta “desfiguración histórica” de la autoridad, no es un invento de personas resentidas, sino un hecho constatado por víctimas que han sufrido el poder eclesiástico como dominio en diversas formas.
El testimonio de Yves Congar, acaso el mayor eclesiólogo del siglo XX, figura clave para que el Vaticano II encauzaura muchos de sus temas más importantes, recuerda así sus padecimientos en una carta a su madre: “Ahora conozco la historia; ha dejado claro ante mis ojos numerosos acontecimientos contemporáneos, al tiempo que la experiencia vivida me aclaraba la historia. Para mí, es una evidencia que Roma solo ha buscado siempre, y busca una cosa, la afirmación de su autoridad. El resto le interesa únicamente como materia para el ejercicio de esta autoridad […]. Me han destruido prácticamente. En la medida de su capacidad me han destruido. Se me ha desprovisto de todo aquello en lo que he creído y a lo que me he entregado” (Cf. Yves Congar, “Journal d’un théologien (1946-1956)”, Cerf, Paris 2000, pp. 471-478, 473).
Después de 68 años que estas palabras fueron escritas, aplicadas actualmente a la cuestión de “abusos”, el texto bien puede representar innumerables padecimientos por los que han tenido que pasar las víctimas de abusos, tantas veces, presas de una autoridad ejercida de forma descalificante y destructora, que los/as ha olvidado en el silencio. El testimonio de Patrick Goujon, que fue abusado sexualmente varias veces durante años cuando era niño por un sacerdote y que con el paso de los años llegó él mismo a ser sacerdote, dice con franqueza, cuando recuerda aquellos actos vejatorios: “luchar contra mis arrebatos de ira no sería nada si no tuviera también que luchar, al mismo tiempo, contra aquello que me sumerge en el mutismo. Pasmado por la injusticia, me encuentro todavía a menudo incapaz de decir nada. La sordera ante los casos de pedofilia en la Iglesia me enfurece. Su silencio fuerza a las víctimas, en su verqüenza y sus dolores, a la imposibilidad de hablar. El respeto a los procedimientos canónicos no es suficiente. Es necesario aún haber sentido el gusto amargo de esos crímenes y soportar la enorme vergüenza que pesa en las víctimas. Desviar la rabia sin perder la determinación de hablar”.
En otra parte de su relato Goujon, agrega un dato importante y revelador que tiene que ver con el “tiempo en que la conciencia” se siente preparada para sacar a la luz la “vergüenza” que se le ha echado encima: “Cuando tenía más de cuarenta y cinco años, fui arrastrado por un derrumbe. Tuve que escanear mi vida para buscar sobrevivientes. Identifiqué los cadáveres. Pero lo peor hubiera sido creer que lo que había vivido antes no era más que una ilusión, una heridad recubierta” (Cf. Patrick C. Goujon, “Abuso en la Iglesia. Palabras de un testigo”, Uah/Ediciones, Santiago de Chile, 2022, pp. 11, 49, 72).
Los claroscuros en el reconocimiento de las víctimas
No cabe duda, de que cuando se aborda este tema se entra en un terreno peligroso. Máxime, cuando es la teología la que intenta, con ayuda de otras ciencias, desentrañar argumentos y posturas clericales “cuasi-canonizadas” por la Iglesia, por el mero hecho de su “uso/abuso”, a lo largo del tiempo. Estas han cumplido la función de abonar el terreno en el que se gestó lenta y de manera oculta, una forma de actuar y ejercer la “autoridad”, con el saldo desfavorable de una pérdida de “confianza”, que ha sido el síntoma que en muchas personas, significó el presagio de una pérdida total de fe “en” la Iglesia. Las causas deben empezar a buscarse en la “subversión” de los términos, es decir, cuando “la autoridad eclesiástica se encuentra por encima de la palabra divina”, y esta “subversión”, provoca inmediatamente un desfasaje en la comprensión “espiritual y psicológica” del problema, (Cf. José Ignacio González Faus, “Herejías del catolicismo actual”, Trotta, Madrid, 2013, pp. 86-91).
El biblista francés Philippe Lefebvre ha dicho que, “sufrir el abuso, para quienes lo han sufrido, es un primer horror, pero quedan otros por sufrir: la ausencia de escucha de las autoridades, que ha sido la regla tácita hasta estos últimos tiempos; el silencio que se hace o se pide si alguna vez se informa a un responsable, la falta de apoyo por parte de no pocas personas con las que se creía contar y los cliché lanzados sobre las víctimas: “exagerado”, “olvídalo todo”, “esas cosas pasan”, “hay que mirar para adelante”, “este sufrimiento debes ofrecerlo a Dios”, “debes rezar por tu agresor”, “hay que demostrar amor por la Iglesia”, son algunas de las tantas “formas” que adquieren los abusos en la Iglesia, para implantarse con naturalidad y “cierta” legitimidad (Cf. Philippe Lefebvre, “Cómo matar a Jesús. Violencia, abusos y mecanismos de control y dominio en la Biblia”, Sígueme, Salamanca, 2022, pp. 10, 145-146; 175-176).
Estas respuestas no hacen sino “justificar el delito” e instrumentalizar la imagen de un Dios “sádico”, alimentado de una “falsa cristología”, que se construye sobre la base del miedo, la culpabilidad y la necesidad de “satisfacción”
Estas respuestas no hacen sino “justificar el delito” e instrumentalizar la imagen de un Dios “sádico”, alimentado de una “falsa cristología”, que se construye sobre la base del miedo, la culpabilidad y la necesidad de “satisfacción”, de un Dios “ofendido”, que es extraña a la verdad del Dios, que Jesús su Hijo revela en el Evangelio, quien por el contrario, se muestra siempre empático e identificado con las víctimas (Mc 5, 19, 25-34; 7, 24-29; 15, 31). No hay que explicar aquí, que este Dios de la “satistacción”, es un ser extrañamente “esquizofrénico”, donde asoman dos personajes, el justiciero y el padre misericordioso, cada uno de los cuales constituye un verdadero estorbo para el otro.
Sobre esta patología teológica, se han forjado a lo largo de la historia conceptos, que han alimentado “espiritualidades sacrificiales masoquistas”, ancladas en un ascetismo no cristiano[2]. Con el resultado muchas veces, de haber generado en la Iglesia vidas sacerdotales, religiosas y laicales “deshumanizadas”, y un ejercicio de “dirección” espiritual sobre cristianos/as, que miles de sacerdotes, mujeres consagradas, laicos y laicas e incluso familias formadas en una “moral conservadora”, de la “observancia y el precepto”, han llevado con sus “prédicas” y “mandatos”, a arruinar miles de vidas de jóvenes, varones y mujeres “normales”, que deberán buscar en el futuro de sus vidas, al “verdadero Dios” por otros caminos (Cf. François Varone, “El dios ‘sádico’. ¿Ama Dios el sufrimiento?”, Sal Terrae, Santander, 1988, pp. 146, 172-173, 177, 256)[3].
En algún momento, y “soñamos” que no muy lejano, la Iglesia deberá “consultar al pueblo de Dios”, específicamente sobre “este” tópico y tomar “en serio” a los/as “creyentes desconcertados”; y en base a su “testimonio”, repensar tanta pastoral y prácticas piadosas evasivas de la realidad, que se muestran caducas, entre otras razones porque han resultado ser “insalubres”. Es la situación en que viven millones de cristianos, hermanas y hermanos, que se han alejado “no” de Dios, sino de la Iglesia/institución, optando por un camino “más sano”, cuando han tenido la valentía de darse cuenta que se les había “robado” la vida plena y en abundacia (Jn 10, 10).
Con la transmisión de la imagen de un Dios “deformado”, proveniente de una catequesis y una predicación “desencarnadas”, impulsadas tantas veces, desde los propios complejos y traumas espirituales y existenciales irresueltos de aquellos/as que debían guiarlos, no puede esperarse otra cosa. La “presunción de los puros”, como señala un autor que se ha hecho clásico en la formación humana sacerdotal de las últimas décadas, es un síntoma evidente, de que en la Iglesia domina todavía la idea de una “irresponsabilidad personal y colectiva en la toma de conciencia de la crisis de abusos” (Cf. Amedeo Cencini, “¿Ha cambiado algo la Iglesia después de los escándalos sexuales? Análisis y propuestas para la formación”, Sígueme, Salamanca, 2022, pp. 134-135).
La larga búsqueda de justicia emprendida por tres sobrevivientes
Intentamos ser honestos con aquello que denominamos la “formación de la autoridad de las víctimas”. En efecto, en la cuestión de los abusos por parte del clero católico, uno de los temas más difíciles de desentrañar es la “autoridad” con la que han llegado a hablar los sobrevivientes, al punto de convertirse en el “único” testimonio creíble para reconstruir, los hechos y desenmascarar las estratagemas eclesiásticas con la que se ha gestado la “cultura del abuso”[4]. Siguiendo los relatos evangélicos, pueden aplicarsele a las víctimas de abusos, las palabras que los sacerdotes, escribas y ancianos lanzan contra Jesús: “¿Con qué autoridad haces esto?” (Mc 11, 28). El esquema se repite: mientras que la “autoridad religiosa” de Israel, interroga a la víctima Jesús, la “autoridad eclesiástica” interroga o amordaza en el silencio del ocultamiento a las víctimas de abusos.
Para este cometido, nos serviremos de un relato autobiográfico de tres “testigos” del “caso Karadima” (Chile), cuya autoridad puede expresarse así: haberse convertido de “víctimas” en “testigos”. Aunque evidentemente ellos no renuncian a su condición histórica de haber sido víctimas de un cura abusador, sin embargo, la resiliencia de sus vidas los ha convertido en testigos con autoridad, con capacidad, de abatir bastiones eclesiásticos de impunidad y mentira, y proponer, cada uno desde su situación existencial, caminos confiables y potentes en sus posibilidades proyectivas, tanto de sanación en la Iglesia como en la sociedad.
Los nombres de Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo trascienden fronteras. Sus vidas son hoy fecundas en la difusión de un tema que ha atravesado la vida de la Iglesia chilena y mundial, con una crisis sin precedentes, y que ha encontrado en ellos una autoridad en la materia, fraguada a lo largo de años de “lucha contra la Iglesia católica”. De esto se trata. Como veremos, la autoridad no se acredita como aliada del poder. En el “caso” que ligó parte de sus vidas a un ministerio sacerdotal ejercido de manera corrupta y que fue sostenido arbitrariamente por altos poderes del gobierno eclesiástico y parte de la sociedad católica chilena encumbrada, la autoridad se “impuso” desde el soberano y crucificante triunfo de la verdad liberadora[5].
Es allí cuando el testimonio de las “víctimas”, ayuda a que la parte más sana de la sociedad, miles de niños y jóvenes heridos, vengan en la adultez, escandalizados al ver la corrupción económica, sexual, de poder y de conciencia de tantos religiosos a quienes confiaron en su momento sus vidas, a recuperar la esperanza de que otro mundo es posible, otra Iglesia es posible, a pesar de haber experimentado en carne propia la “corrupción de lo más noble” (Cf. Víctor Codina, “Testimonios y sueños pastorales. Desde el sur y desde el norte”, Bonum, Buenos Aires, 2022, pp. 81-82). Los autores son claros en el título del prefacio: “Este libro no es…” El criterio asumido nos parece altamente razonable y sintoniza con el intento de nuestra reflexión teológica en diálogo con los “testigos”, a quienes a veces denominaremos “víctimas”, para no abonar la tentación de la pérdida de memoria, cuando se trata de hacer foco en el “cono oscuro de la Iglesia”. Con particular luminosidad lo decía el inolvidable cardenal arzobispo de París, Jean-Marie Lustiger (†2007): “Solo puede haber auténtica curación si hay memoria, si se nombra la enfermedad, si hay reconocimiento de faltas, delitos, abusos; digamos al menos si hay reconocimiento de los hechos y firme decisión de reparar. No puede haber salud espiritual de un pueblo y en la Iglesia, si no es a este precio, que muestra lo que nadie quisiera ver ni saber”, (Jean-Marie Lustiger, “Le choix de Dieu”, Editions de Fallois, Paris, 1987, p. 88).
El hilo conductor se hace explícito en las primeras líneas: “Este no es un libro acerca de los abusos sexuales y psicológicos que sufrimos por parte del sacerdote Fernando Karadima mientras éramos sus esclavos en la parroquia de El Bosque” (Cf. Juan Carlos Cruz, James Hamilton, José Andrés Murillo, “Abuso y Poder. Nuestra lucha contra la Iglesia católica”, Debate, Santiago de Chile, 2020, p. 11; en adelante: “Abuso y Poder”). Lo que pretenden los autores y el diálogo reflexivo que buscamos intercambiar con ellos, va en otra línea; “descubrir”, cómo la autoridad de las víctimas se convierte lentamente en un “lugar teológico” (“locus theologicus”), donde Dios habla y comunica una palabra de “autoridad” insorbonable, capaz de ir paradójicamente en contra de la misma “institución” a la que él confía sus dones y en la que deposita sus instrumentos de gracia y conducción.
Obediencia y abuso: un binomio solapado y peligroso
La unión hace la fuerza dice el dicho, pero también es importante aquello de Jesús: “donde dos o tres, están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Aunque este texto refiere primeramente a la “comunidad eclesial”, lo interpretamos aquí en otro sentido posible, en cuanto “dos o tres, cualquieras sean sus procedencias, condiciones humanas y necesidades existenciales” se reúnen para “pedir” o “denunciar” un abuso, allí está Jesús con todos sus bienes y su clara actitud de identificarse con el destino de las víctimas. El caso Karadima, tuvo como principales protagonistas para que los delitos de abusos salieran a la luz, a tres jóvenes que “no se conocían” entre ellos.
Juan Carlos Cruz recuerda: “lo que me llevó en 1980 hasta las escalinatas de la parroquia de El Bosque fue la búsqueda de consuelo, compasión y un anhelo de esperanza. Y lo que me matuvo prisionero por ocho años fue el miedo intolerable y la vergüenza a causa del abuso sufrido a manos del padre Fernando Karadima” (Cf. Juan Carlos Cruz, “El fin de la inocencia. Mi testimonio”, Debate, Santiago de Chile, 2014, p. 43; en adelante: “El fin de la inocencia”). En cuanto a José Andrés Murillo, soñaba ya a los quince años con ser misionero en África y dedicar su vida a acompañar a las personas que sufrían. En 1991, orientado por el padre Cristóbal Lira, un “carismático discípulo de Karadima”, se integró en las actividades de la parroquia. Lira captó la sensibilidad espiritual e ingenuidad de Murillo, elementos “básicos” para la dirección espiritual y lo invitó al grupo de jóvenes, a los que secretamente llamaban “el gremio”. Sin saberlo había ingresado en algo parecido a una secta. El discurso dominante giraba en torno a que la voluntad de Dios para un adolescente, incluso para un niño, era revelada a su director espiritual y no al adolescente. Lo fundamental era obedecer y así se cumplía la voluntad de Dios. La obediencia era vista como la virtud más importante y heroica para quienes buscan a Dios (Cf. “Abuso y Poder” pp. 50-51).
Por su parte, James Hamilton llegó a El Bosque en 1983, cuando tenía diecisiete años. Le impactó encontrar a cientos de jóvenes escolares o universitarios y una intensa actividad parroquial. Había una profunda comunión de ideales, todos participaban de las actividades eclesiales como la misa, el rosario, el rezo del oficio y reuniones donde se hablaba de los ideales cristianos y de la vida de los santos. En cuanto a los principios, era un perfil distinto a los otros movimientos de jóvenes católicos, no se hablaba mucho de san Ignacio de Loyola y sí de santa Teresa de Ávila, en especial sus enseñanzas sobre la obediencia absoluta al director espiritual. San Bernardo, San Francisco de Sales y su “Introducción a la vida devota”, parecían ser la única literatura que con sus temas permanentes y recurrentes de obediencia a Dios a través de lo que indicara el director espiritual, iban trazando un camino para percibir el llamado de Dios a través de una vocación específica. Karadima lo decía con todas las letras: “la búsqueda de la santidad requiere de una entrega total y sin cuestionamientos”. Esta regla de oro, implicaba “entrar en un tunel totalmente oscuro, en el que no se ve qué hay del otro lado y solo el director espiritual será el guía y la salida”.
Para estos jóvenes que procedían de situaciones vulnerables, “pérdida del padre” (Juan Carlos), “separación de los padres” (James), la necesidad de afecto, aceptación y reconocimiento, eran terreno propicio para crear vínculos de dependencia, (Cf. “Abuso y Poder” pp. 39-40). Este sistema funcionaba muy bien en Chile y era utilizado por otros párrocos y congregaciones como los maristas y legionarios de Cristo. Entre la jerarquía eclesiática, el cardenal Juan Francisco Fresno, sucesor del cardenal Raúl Silva Henríquez, quien había sido un faro dentro de la Iglesia en su resistencia a Pinochet, no ofrecía ni la altura moral de su antecesor ni la confianza por parte de aquellos que comenzaron a percibir el juego de los privilegios y de las cercanas complicidades, con quien llegaría a ser el primero de los “encubridores” de los casos de abusos de Karadima (Cf. “El fin de la inocencia” pp. 87, 116).
La figura de Karadima gozaba de una reputación incuestionable en la inmensa mayoría de la sociedad chilena. Él mismo la alimentaba con un discurso “fabricado”, comentando en sus homilías, charlas grupales y de sobremesa y particularmente en las confesiones personales a sus dirigidos, que había sido discípulo de san Alberto Hurtado, incluso “amigo y confidente”, y que hasta había recibido “mensajes de él”, en los últimos momentos en su lecho de muerte. En cuanto a la obediencia, Karadima los “adoctrinaba” con estos cuentos: “El padre Hurtado fue mi director espiritual, mi confesor. Siempre me decía: ‘Si tú ves negro y yo lo veo blanco, entonces tú tienes que verlo blanco, porque esa es la voluntad de Dios. Eso es la obediencia, Juan Carlos, y es lo que Dios exige de nosotros. ¿Lo entiendes?” (Cf. “Abuso y Poder” p. 29).
Estos consejos pueden resultar descabellados, pero en situaciones de vulnerabilidad y búsqueda de altos ideales, quienes son envueltos en una espiritualidad de “estricta observancia”, resultan sumamente seducidos por estos discursos. Tanto más, cuando una “aureola” de santidad y veneración es cosechada en beneficio propio por el victimario, quien busca ganar a sus propios “hijos” espirituales, llevándolos lentamente a través del dominio y la “manipulación” de sus anhelos más nobles, como de sus carencias más hondas, al total sometimiento. Dice James Hamilton, “al igual que Juan Carlos, me sentí acogido por Karadima y pronto comencé a considerarlo como un padre verdadero. De hecho me pidió que lo llamara papá y que lo saludara con un beso en la mejilla” (“Abuso y Poder” p. 40).
En la misma línea se expresa, Juan Carlos Cruz, cuando recuerda las palabras de Karadima: “Conozco tu sufrimiento, Juan Carlos. Sé el dolor que estás sintiendo. Tu padre está ya junto a Dios en los cielos y Dios te ha dado un nuevo padre. Yo soy tu padre ahora, Juan Carlos. Yo soy quien hará la voluntad de Dios para ti” (“El fin de la inocencia” p. 77). El elemento social y político jugaron también un papel importante en el “aislamiento” de estos jóvenes y de muchos otros, de la realidad que los circundaba. Karadima y una importante mayoría de sus parroquianos, pertenecían a la clase social alta de Santiago, partidarios del régimen de Pinochet. A los ojos de muchos feligreses de El Bosque, en 1980, la preocupación por las víctimas y los perseguidos convertía a la Iglesia “oficial” en un reducto de izquierdistas, pero allí se vivía como en un burbuja.
Aunque la predica de la santidad, la obediencia al director espiritual y la estricta práctica de los ejercicios de piedad, eran en El Bosque el pan nuestro de cada día, el rasgo más evangélico de la santidad como es el “amor y el servicio a los pobres”, no encajaba ni con el estilo ni con los gustos de Karadima. La inclinación desmesurada por los gustos caros, (automoviles, artefactos electrónicos, platería), una vida social intensa de cenas, reuniones de “amigos” y “familias influyentes”, lo fueron posicionando junto a la búsqueda irrefrenable de escaladas en círculos eclesiásticos, en un lugar de influyente poder en la sociedad chilena de Santiago. Aunque suene paradójico, “el santito” (así lo apodó la fama que le fabricaron sus fieles), alejaba a los pobres asociándolos con ladrones, como afirmará Fernando Batlle ante el fiscal cuando le tocó declarar en la causa: “trataba muy mal a los pobres. En varias oportunidades vi a Carabineros, sacando a gente pobre de la parroquia por orden de Karadima” (Cf. “Abuso y Poder” p. 43).
Con estas técnicas de seducción, el “culto” a su persona y el blindaje político que le llegó a proporcionar el entonces nuncio apostólico en Chile Angelo Sodano, quien tenía reservada en la parroquia una “sala especial”, Karadima, convirtió en los años 80, a El Bosque en un lugar de “caza de jóvenes”. Muchos llegaron a ser sacerdotes e incluso obispos. El objetivo principal era ejercer “omnipotencia” y “poder”, en muchos, sobre sus “cuerpos y psiquis”. Nada quedaba librado al azar; la seducción era calculada, se iniciaba generando la admiración del entorno hacia el elegido. Karadima ofrecía a muchos jóvenes con ideales de entrega y santidad, un lugar de cuidado y amor, muchos lo experimentaban así, “el padre se ha fijado en mí. Dios quizá me quiere y tiene un plan para mí”. James Hamilton lo describe con plasticidad, “Karadima explotaba de manera magistral el anhelo de pertenencia y significado de los jóvenes, pero sobre todo la necesidad de reconocimiento afectivo, de sentirnos bien tratados y validados” (“Abuso y Poder” pp. 45, 52-53). Así funciona el binomio “obediencia y poder”; al obrar de manera solapada, y siempre bajo apariencia de virtud, genera el máximo de los peligros, la pérdida de libertad a traves del miedo.
En la historia de “El Bosque” en los años 80, al que le faltaba un padre, Karadima le ofrecía el mejor, el más afectuoso y generoso, se diría el reflejo de la paternidad directa de Dios. ¿Quién, exaltado por esta adopción directa de Dios para un camino de santidad, no se sentiría seguro y dispuesto, casi a una obediencia total? Pero la estrategia del victimario está hecha de astucia. Cuando el “elegido” estaba al alcance, Karadima cambiaba de táctica y obstaculizaba su acercamiento a él. Por un tiempo, se acababan los privilegios; comidas en el departamento alto de la parroquia para un grupo selecto, paseos a la playa, visitas a familias de alta situación económica, y cercanía con altas autoridades eclesiásticas que visitaban El Bosque. Karadima “administraba” la dependencia “espiritual, psicológica y afectiva”, y lo hacía inoculando lentamente el “miedo” en sus “dirigidos”. Cualquier intento de autonomía o de distanciamiento autodefensivo era castigado. Este método siniestro se convirtió en un “modus operandi”, que los tres testigos pudieron compartir y exponer en sus procesos de denuncia. José Andrés Murillo, lo expone en un libro magnífico: “la propaganda más eficaz para mantener el poder incuestionado, es la insistencia en la necesidad de seguridad a través del miedo” (Cf. José Andrés Murillo, “Confianza lúcida”, Uqbar Editores, Santiago de Chile, 2012, p. 28).
Experiencias, represalias y exilios
Las vidas de Juan Carlos, Jimmy y José Andrés, pasaron por el tunel oscuro de los abusos sexuales; un trauma que posee infinitas facetas escabrosas, que fue destruyendo lentamente parte de sus vidas. Pero no es aquí donde los “testigos” focalizan particularmente sus relatos, pues aquellas terribles “batallas”, apenas anunciaban la “guerra” que debieron librar en los años de madurez, cuando situaciones fortuitas empezaron a reunirlos y fueron tomando la decisión de “contar” lo que les había pasado. El ingreso de Juan Carlos al seminario mayor de Santiago, los “controles” a los que fue sometido por sacerdotes formadores[6] que pertenecían a la “órbita de Karadima” y que oficiaban de “informantes”, hizo que una especie de “gestapo” espiritual lo mantuviera bajo un severo control.
Este estilo de vida de indagaciones externas a la institución, le fueron deteriorando la salud y sumiéndolo en el lugar más destructor, el de los constantes reproches y juicios, que acababan en la misma cantilena: “tus actos desagradan y defraudan la confianza del padre Fernando”. Los actos “desagradables” no eran otros que “mezclarse” con todos los seminaristas y participar de las libertades normales que se permiten en la vida de una comunidad sana. Pero eso no les estaba permitido a los seminaristas de El Bosque. La táctica de una formación espiritual “paralela” tenía una finalidad precisa, y era que los seminaristas “de” Karadima, contaran a sus confesores del seminario, solo aquello que “podía” contarse.
Juan Carlos se salió de la horma y pagó un alto precio. Comenzaron a difundirse rumores y calumnias que destruyeron su reputación. Hasta que un día fue citado a la oficina del rector, el padre Juan de Castro; allí se encontraba también su director espiritual, el padre Vicente Ahumada, a quien Juan Carlos siempre quiso y respetó hasta su muerte; Juan de Castro le comunicó directamente: “El cardenal Fresno quiere que dejes el seminario”. Juan Barros le contó de “algunos actos obscenos que supuestamente cometiste en El Bosque hace unos años”. Se le mostró una carta escrita por Barros con información que solo podía provenir de Karadima, la cual incluía “secretos de confesión” entre otras cosas. Este tal Barros, fue secretario de Fresno y llegaría en 2015 a ser obispo de Osorno, asumiendo la diócesis en medio de un escándalo. Fue también centro de atención de todos los medios en 2018, en la visita del papa Francisco a Chile, cuando este negó rotundamente tener información contra él, mientras que toda una comunidad lo acusaba desde hacía años de “cómplice y encubridor” de los abusos de Karadima (Cf. “El fin de la inocencia” p. 97, 98, 99, 116).
La inescrupulosidad de Karadima, su orgullo herido, y el amplio respaldo de sacerdotes y algunos de sus discípulos que ya habían alcanzado la “dignidad” episcopal, hicieron que el tema se diluyera y tapara. Juan Carlos, exalumno del colegio Saint George’s, rompería definitivamente los vínculos con El Bosque y Karadima, y “nunca” hablaría de lo sucedido con nadie. Auque sentía alivio al ver que lentamente volvía a la vida “normal”, sin embargo, en su interior seguía confundido, asustado y atormentando, y a pasar de todo no de dejaba que nadie lo supiera. “Nunca hablé una palabra con alguien acerca del abuso sexual y seguí cuestionándome a mi mismo por ello. ¿Por qué, a los diesciséis años, había dejado que este hombre me dominara…y durante tantos años más? ¿Cómo podía admitir la verdad ante mi familia y amigos? ¿Por qué estaba tan asustado? Sentía una ira, increíble, vergüenza, asco…y el listado de emociones tumultuosoas podía seguir indefinidamente. Lo cierto es que era in capaz de enfrentar la realidad de lo que me había ocurrido (Cf. “El fin de la inocencia” p.121). Con el tiempo, Juan Carlos, tomó distancia de Chile, viajó a EE.UU., y allí comenzó una nueva vida, trabajó primero como tripulante de United Airlines, y luego se empleó en una agencia periodística. Tuvo la valentía de contarle a su familia su condición de gay, y experimentar que ellos ya lo imaginaban y que lo amaban igual. Aquel momento maravilloso de liberación, le hizo olvidar las burlonas chicanas de Karadima, cuando le repetía: “¡Ten cuidado, pues tienes tejado de vidrio!”, haciéndolo sentir un hipócrita que no aceptaría sus tendencias sexuales.
Por su parte, James Hamilton, el segundo “testigo”, cuando decidió dejar la parroquia de El Bosque, ya se desempeñaba como cirujano general y digestivo en la Clínica Alemana y era jefe de la división de cirugía del Hospital Padre Hurtado, del que había sido miembro fundador. Fue en enero de 2006 que decidió denunciar a Karadima, formalmente ante el promotor de justicia Eliseo Escudero y un sacerdote del Opus Dei que oficiaba de secretario eclesiástico, quienes escucharon su testimonio durante dos días. El alejamiento de El Bosque, le exigió varios intentos de terapia psicológica, y una búsqueda personal de sanación tras dos décadas de sometimientos de Karadima. James, hace notar que la necesidad de una “terapia multidisciplinaria” ha sido en su caso “un pilar insustituible en la reparación de un trauma”. Esto lo llevó a un largo viaje por la Amazonía, donde intentó encontrar respuestas en la naturaleza primitiva, en lo autóctono, en la misma gente conectada con la tierra, en diálogo con los campesinos, los indígenas o los chamanes. Una especie de “búsqueda de los prehistórico” o como lo entiende años despues “de lo precatólico” (Cf. “Abuso y Poder” pp. 68-69).
La narración de los “testigos”, lleva a pensar, en el arduo camino que cada uno realizó “a su modo” para tomar distancia de quel “infierno”, de las opciones personales que fueron haciendo para dar sentido a sus vidas: trabajo, profesión, afectos, exilios, contacto con nuevas culturas y formas religiosas; esfuerzos que tenían como único objetivo, volver a recuperar el “eje” de sus vidas truncadas. En sus elecciones, encontrarán la “sombra de Karadima”: James Hamilton se había unido en matrimonio con una jóven María Verónica Miranda, que conoció en El Bosque, y a quienes Karadima unió en matrimonio, que por supuesto no funcionó. La desición de iniciar la causa de nulidad tuvo que ver con el drama de su vida pasada, basta pensar que Jimmy vivía su matrimonio, pero no había logrado “cortar el vínculo sexual” con el sacerdote: Este estado de perplejidad afectó su relación y le costó la separación que su esposa María Verónica comprendió mejor que nadie y acompañó incluso en las indagatorias para pedir la nulidad.
Después de tres años de batallas, el 27 de agosto de 2010, James obtuvo la nulidad matrimonial. El tribunal Eclesiástico de Santiago acogió la causa al constatar un “grave defecto de discreción de juicio, debido a la falta de libertad interna, por haber sido abusado sexual y psicológicamente por su director espiritual, antes y despúes del matrimonio”. Sin embargo, unas semanas después la sentencia de segunda instancia no citó estos hechos. El resultado práctico de esta movida judicial-eclesiástica era confirmar la nulidad, pero al no mencionar los hechos, imposibilitaba que James pudiese en el futuro volver a casarse por Iglesia. El consideró este hecho como un mensaje claro “las puertas de la Iglesia se te han cerrado”. Sin embargo, después de lo ocurrido, su alejamiento de la Iglesia ya era casi total, y finalmente su renuncia al catolicismo fue irreversible (Cf. “Abuso y Poder” p. 130).
El tercer “testigo”, José Murillo, que desde hacía años se había alejado de El Bosque y venía padeciendo la persecución de Karadima, tomó valor y comenzó a contar lo sucedido a algunos amigos jesuitas y también a su psicóloga. Aún sin la certeza de que otros jóvenes hubiesen sido abusados, la sola idea de que así fuera le parecía aberrante, y eso fue lo que lo decidió a alertar a las autoridades de la Iglesia. En 2003, se armó de confianza y escribió una carta al arzobispo de Santiago, Francisco Javier La única respuesta del cardenal fue que “estaba rezando por él”. También Murillo, tomó la decisión de exiliarse, partió a Francia, cursó una maestría y alcanzó luego un doctorado en filosofía en la Universidad de París, que completó cursando el magíster en Sociología del Poder.
La distancia lo impulsó a enviar una carta a monseñor Ricardo Ezzati, por entonces auxiliar de la arquidiócesis de Santiago. Le recordaba la carta enviada al cardenal Errázuriz, de la que “nunca había tenido una respuesta”. También le detallaba su experiencia en El Bosque, el sometimiento a una obediencia ciega que se le exigía a los adolescentes de Karadima para recibir dirección espiritual y los duros juicios a los que eran expuestos cuando desobedecían sus ordenes. Daba cuenta de la extraña dinámica de la parroquia, en particular a los jóvenes que entraban en la órbita cercana de Karadima y las imposiciones a las que se los sometía: prohibición de ir a fiestas, no podían tener novia, obligaciones exclusivas con las actividades de la parroquia y las necesidades del cura. Murillo pone el énfasis en que estas actitudes debían cambiar y le pide a los pastores que no se convirtieran en cómplices, dejando pasar el tiempo o haciéndo silencio de lo que estaba ocurriendo (Cf. “Abuso y Poder” pp. 130).
La ayuda debe venir de afuera de las extructuras eclesiales
La constitución “Gaudium et spes” del Concilio Vaticano II, ha dejado una enseñanza luminosa en el tema que tratamos. Está claro que en la cuestión de abusos, a la Iglesia le faltó mucho más que discernimiento, entendido como “docilidad al Espíritu” con todas las consecuencias que de ello se derivan. El concilio dice: “sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes, por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas” (Cf. Vaticano II, Constitución pastoral “Gaudium et spes” [1965] 44). El “peligro” de no escuchar las voces de quienes no tienen un vínculo directo con la Iglesia, pero pueden aportar desde su ciencia y saber, cuando se trata de entender el mundo, es tan grande como la de no escuchar al Espíritu de Dios; pues en ambos casos, la Iglesia corre el riesgo de convertirse en una subcultura[7].
Hubo un momento de las vidas de estas figuras protagónicas, en que las tres víctimas de Karadima, tomaron conciencia de que sin ayuda profesional jamás obtendrían justicia, y que por eso había llegado el momento de buscar aliados. En agosto de 2009, Juan Carlos Cruz se contactó de manera independiente con “Informe Especial”, el espacio de reportajes periodísticos de Televisión Nacional de Chile (TVN). Ese mes, el programa había emitido: “Los pecados del padre Maciel”, donde se revelaban las acusaciones de abusos sexuales y malversación de fondos en contra del sacerdote mexicano, fundador del movimiento ultraconservador, Legionarios de Cristo. Desde EE.UU., Juan Carlos Cruz le contó a la periodista Paulina de Allende Salazar, de Informe Especial: “En Chile hay alguien como Maciel, o peor”. Inmediatamente, el equipo de TVN, en especial la mencionada periodista, la editora Pilar Rodríguez y el director de prensa Jorge Cabezas, se interesaron por la historia y comenzaron una investigación meticulosa. Para valorar la magnitud y profesionalidad del trabajo periodístico, hay que dimensionar el poder y la influencia que entonces tenía Karadima y su entorno.
El equipo de Informe Especial se fijaron el objetivo de conseguir seis denunciantes a cara descubierta para sostener una denuncia de tal calibre. Juan Carlos y Jimmy iniciaron una búsqueda frenética por encontrar víctimas de Karadima que estuvieran dispuestas a denunciar los abusos frente a las cámaras de televisión. Unos meses después tenían junto a ellos a Fernando Battle, y también animaron a Luis Lira, exseminarista y discípulo de Karadima. Pero las semanas pasaban y todo parecía estar en punto muerto. Entre tanto los poderosos abogados de Karadima, eran financiados por grandes empresarios como Eliodoro Matte, para llevar adelante una contradefensa. Eliodoro Matte, había sido condecorado por Angelo Sodano siendo nuncio apostólico en Chile, por haber financiado una estatua de mármol de seis metros de altura en honor a Santa Teresa de los Andes para ser ubicada en el interior de la Basílica de San Pedro. Los testigos de Karadima, después de una ardua búsqueda, decidieron ser representados por Juan Pablo Hermosilla, exmilitante del Partido Comunista durante la dictadura y férreo opositor al régimen de Pinochet, que aceptó representarlos de manera “ad honorem”. Ya desde la primera reunión el abogado les dijo que el caso no era muy distinto al de las violaciones a los derechos humanos cometidos durante la dictadura chilena (Cf. “Abuso y Poder” pp. 84-87).
Como se podía prever, mientras parte de la prensa local comenzaba a investigar en profundidad la trama, la cúpula jerárquica chilena comenzó a cerrar filas. Cuando un periodista de “La Tercera” contactó al obispo Ezzati para un reportaje que saldría el domingo 25 de abril, este negó haber sabido de la denuncia en contra de Karadima que José Andrés Murillo le había hecho en 2005 (Cf. puede verse el texto de la carta en: “Abuso y Poder” p. 63). Los “testigos” contrarrestaron la manipulación informativa de la Iglesia, utilizando herramientas comunicacionales que hasta ese momento desconocían, como por ejemplo, “filtrar” a la prensa, muchas veces mediante terceros que eran sacerdotes que los apoyaban, los hechos y datos que ellos manejaban. En la prensa ya había trascendido que “Informe Especial” iba a estrenar un reportaje sobre el llamado “caso Karadima”. En altos círculos de la Iglesia cundió el pánico y redoblaron esfuerzos por tratar de evitar que el informe saliera a exhibición. Durante semanas presionaron a varios miembros del directorio de TVN. Aún así, el directorio dió luz verde a su emisión.
El recurso a la “estigmatización sexual”, también fue puesta en práctica como artera estrategia para “tapar” a Karadima. El abogado conservador Juan de Dios Vial Larraín, miembro del directorio de TVN, le incriminó al director de prensa: “aquí metió la cola el diablo” y argumentaba que esta historia no era otra cosa que “un lío de homosexuales que buscaban dañar a Karadima”. Finalmente a las diez de la noche en punto, comenzó la emisión del programa “Informe Especial”, que mostró por primera vez en TV los testimonios de Jimmy, Juan Carlos, José Andrés Murillo, Fernando Battle y Luis Lira[8]. También recogió las declaraciones de feligreses y cercanos a Karadima, como el párroco de El Bosque Juan Esteban Morales, el obispo Horacio Valenzuela y el sacerdote Diego Ossa. Este último, se vería unos meses después envuelto en acusaciones de abuso sexual por parte de un feligrés y pagos monetarios para silenciar su testimonio. Aunque el programa más visto en la televisión chilena esa noche fue “Fiebre de Baile” del Canal Chilevisión, al día siguiente de lo único que se hablaba era del reportaje de “Informe Especial”.
Los testimonios -en especial el crudo relato de Jimmy- conmovieron a la opinión pública chilena. Todo lo que se había publicado en los días anteriores en la prensa eran trascendidos, filtraciones, pero nunca las voces de las víctimas de abusos. Después de “Informe Especial” el tono en la opinión pública cambió de manera radical. Cada vez más personas comenzaron a creer en su testimonio y a desconfiar de las declaraciones de los poderosos de El Bosque y de la cúpula eclesial chilena. El periodista e influyente comentarista Fernando Paulsen resumió muy bien ese cambio de ánimo y la creciente credibilidad de las víctimas, en su programa matinal en la radio ADN. Tras describir el programa de TVN como “una de las experiencias más impactantes que han tenido los televidentes”, Paulsen lanzó al aire las siguientes preguntas: “¿Qué sentido tiene que cinco personas, cuatro de ellas haciendo denuncias formales, se caguen la vida a cambio de nada, a cambio de darse un gustito, que ni siquiera tienen la seguridad que puede redundar en algo productivo? ¿Qué sentido tiene arriesgar sus matrimonios actuales, sus trabajos, afectar a sus familias, sus hijos? ¿Qué sentido tiene?”. (Cf. Abuso y Poder” pp. 108-112).
La maquinaria eclesiástica para relativizar las denuncias ya se había puesto en marcha, tanto la jerarquía como muchos poderosos aliados del mundo empresarial iniciaron la contraofensiva. Algunos ejemplos sirven para orientarse. Una carta pública del obispo auxiliar de Santiago, Fernando Chomalí, se difundió días después del programa de TVN: “La honra de las personas es un gran bien que hay que custodiar y no puede ser conculcado sin más, fruto de opiniones, conjeturas u otro tipo de consideraciones. Desde ese punto de vista los medios de comunicación social tienen una gran responsabilidad. Una cosa es informar respecto de un tema de interés público, y hay que hacerlo, y otra cosa muy distinta es convertir una situación de suyo dolorosa en materia para juicios adelantados, temerarios e injustos. Los invito a realizar ese discernimiento. El drama de quienes sufren en este momento, tanto acusadores como acusados, ha de ser motivo de un gran respeto y cristiana caridad” (“Abuso y Poder” p. 113). El estilo eclesiástico de la carta y el contenido, muestran “cero empatía” con las víctimas, agravado por el hecho de que el obispo no reveló en esos momentos que él estaba perfectamente al tanto de las denuncias.
Por su parte el cardenal Errázuriz, abordado por los reporteros que le preguntaron sobre la situación de los abusos, se limitó a responder: “Sí, ha habido algunos casos en Chile, pero gracias a Dios son poquitos” (Cf. “El fin de la inocencia. Mi testimonio” p. 151). Esta actitud de “mirar para el costado”, “justificar al victimario” “escamotear información de las víctimas” “encubrir y proteger a los más cercanos a Karadima”, fue el blindaje que utilizó la más alta jerarquía chilena, primero el cardenal Errázuriz, luego su sucesor en la sede de Santiago, el cardenal Ezzati, quienes terminarán renunciando a sus cargos una vez que todo salga a la luz. Esto llevaría algunos años y con consecuencias de magnitud impredecible. La visita bastante frustrante de Francisco a Chile en 2018 (acompañada con pancartas de repudio en las calles, poca gente, etc), la “inoportuna defensa” del obispo Juan Barros, el pedido de perdón ya en su regreso en avión a Roma, la inmediata “misión Scicluna” para investigar todos los casos, comenzando por las víctimas de Karadima, y finalmente la “convocatoria” a Roma del entero episcopado chileno, que terminó con la renuncia de gran parte de aquellos obispos, es un hecho sin precedentes en la historia contemporánea.
Todo hace pensar, en lo que hemos formulado como “formación progresiva de la autoridad de las víctimas. ¿Qué había pasado? La Iglesia institución en su obstinada complicidad, no quiso aceptar la verdad que conocía. Se dirá que, según el modelo de “ocultamiento/organizativo”, cuyo dominio “imperó” durante décadas y fue “reconocido públicamente”, en tiempos de Juan Pablo II[9], del cual fue uno de los principales cómplices, significó un lastre no fácil de quitar. Dado que estas posturas tocan aspectos delicados de la “autoridad”, su “forma de ejercicio”, “organismos de consulta” “fuerza vinculante para cambiar juicios de gobierno eclesial”, particularmente del obispo de Roma y el episcopado universal. Toda esta mole, se vino encima de la Iglesia y la sepultó en lo que de más vivo tiene como don del Resucitado: “Quien a ustedes los escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16), o en la versión mateana, donde el verbo es “recibir”: “Quienes a ustedes recibe, a mí me recibe” (Mt 10,40); pero también la negativa de Jesús: “Quien se avergüence de mí y de mis palabras, yo me avergonzaré de él en la gloria de mi Padre” (Mc 8,38). Sin magnificar los cuadros y ateniéndonos a los hechos narrados e interpretados a la luz de las víctimas, digamos tres cosas:
- La Iglesia en su jerarquía perdió “autoridad” y toda la Iglesia con ella “credibilidad”, (Cf. Es todo un signo que este tema haya pasado al “Instrumentum Laboris” segunda sesión Asamblea general del Sínodo, 2024, n°75)
- Si la “autoridad” está hecha de “confianza”, la confianza se vuelve lúcida cuando se la pronuncia a modo de promesa; promesa de cuidado, es decir, “compromiso” (Cf. José Andrés Murillo, “Confianza lúcida”, p. 89).
- El camino para que la Iglesia recupere la “autoridad” consistirá ahora en buscarla y encontrarla en “aquellos/as” que fueron capaces de dar “testimonio contra toda esperanza” (Rm 4,18).
El “La” en la sinfonía de la Iglesia deben darla las “víctimas”
Cuando una orquesta se dispone a interpretar una obra sinfónica, un papel central al inicio, lo tiene el llamado “concertino”. Es el “primer violín” quien da la nota “La” para que todos los instrumentos hagan su afinación. La escena suele repetirse dos y tres veces. Solo a partir de allí el director, luego de un silencio elocuente, alzará su batuta para poner en movimiento la obra musical. En la historia del cine, es recordada la película “Ensayo de orquesta” (1979) del director italiano Federico Fellini, una verdadera obra maestra, que hace uso metafórico de un “ensayo” para representar el caos político de la civilización occidental. La imagen puede trasvasar a la vida de la Iglesia, cuya vida y verdad que anuncia, tantas veces fueron comparadas con una “sinfonía”. Sin embargo, en su derrotero histórico, la Iglesia como pueblo de Dios, no advirtió o sí lo hizo con complicidad, no midió, ni fue capaz de realizar las reformas “internas y externas” que la crisis de abusos a menores venían lacerando la vida de millones de víctimas, truncadas en el núcleo más sagrado de las personas, que es su “fe y confianza” en Dios.
Hasta allí ha llegado la herida causada a la credibilidad de la Iglesia y a la autoridad con la que ella debe enseñar como “madre y maestra”. La Iglesia pudo saber de miles de estos casos, pudo hacer algo, pero no lo hizo; ahora debe hacerlo sin dilaciones pero con las “manos ensangrentadas”. Por eso la “autoridad” debe buscar otro enclave, a riesgo de caer en los mismos errores. La autoridad de la Iglesia con la crisis de abusos a menores por parte de sacerdotes, fue llevada a exámen y lamentablente ha sido reprobada. Por eso, cuando al pasar las décadas, la historia “no solo de la iglesia, sino la “historia de la humanidad” analice con más fuentes estos hechos, se llegará tal vez, a la conclusión de que la autoridad “de” la Iglesia, que siempre es servicio a la verdad y no al poder que corrompe y si es eclesiástico, “corromperá eclesiásticamente”, debe “escuchar” a las víctimas, pues son ellas, donde el Dios crucificado, quiere darle a la humanidad la única palabra creíble que salva al mundo en el amor de la entrega.
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[1] A modo de ejemplo: en el año 2004 se publica uno de los trabajos investigativos más serios y exhaustivos realizados a la fecha para evaluar el alcance del problema de los abusos sexuales en la Iglesia católica de Estados Unidos. Dicha investigación fue solicitada por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos y la realizó el equipo del prestigioso John Jay College de Justicia Criminal, la cual fue liderada por la doctora Karen Terry. El estudio llevado a cabo por el equipo John Jay documentó 4392 sacerdotes con denuncias fidedignas de haber cometido agresiones sexuales a menores de entre los años 1950 y 2002, lo que representa el 4,3% de los sacerdotes diocesanos y el 2,5% de los sacerdotes de órdenes religiosas de todo el país, Cf. John Jay College of Criminal Justice, “The Nature and Scope of the Problem of Sexual Abuse of Minors by Catholic Priests and Deacons in the United States, 1950-2002”, Washington, DC: United States Conference of Catholic Bishops, 2004.
[2] El joven Hegel fue muy crítico del “ascetismo”, que “no concede libertad a pensamiento alguno y no deja sin control ninguna acción, ninguna mirada involuntaria, ningún placer, ya sea el de la alegría, el del amor, el de la amistad o el de la sociabilidad (…) Es la ventaja de una dominación, de un despotismo, que después del completo avasallamiento del libre arbitrio por el clero ya tiene ganado el día. La Iglesia, ha enseñado a estimar la libertad civil y política como si fuera estiércol, en comparación con los bienes del cielo, y a despreciar el placer de la vida” (G.W.F., Hegel, “La forma que debe adquirir la moralidad en una Iglesia”, en Escritos de juventud, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1984, pp. 128-130).
[3] Pueden verse las luminosas reflexiones autobiográficas de: Bernhard Häring, “Las cosas deben cambiar. Una confesión valiente”, Herder, Barcelona, 1995, pp. 151-153.
[4] En este tema es revelador y nos ha proporcionado múltilples ideas el libro de: Jayme R. Reaves, David Tombs & Rocío Figueroa, “When did we see you naked? Jesus as a victim abuse”, SCM Press, London, 2021, pp. 34-46; 133-156.
[5] Un estudio exhaustivo sobre estos aspectos, ver en: Marie Keenan, “Child Sexual Abuse and the Catholic Church: Gender, Power, and Organizational Culture”, Oxford University Press, Oxford, 2012, pp. 67-69.
[6] Karadima en su frenesí pseudomístico de parecerse a Alberto Hurtado, creo a imagen de los “Hogares de Cristo”, para los jóvenes el El Bosque, la “Pía Unión sacerdotal del Amor Misercordioso”. Muchos de aquellos jóvenes ingresarán al seminario, se ordenarán sacerdotes y llegarán a ser obispos. La lista es larga, poseemos los nombres y apellidos de algunos de ellos que no citaremos aquí, pero que pueden con sorpresa para muchos encontrarse en el libro. Un ejemplo más de la capacidad que algunos poseen de “caer” siempre bien parados en la Iglesia.
[7] Puede verse: Albert Rouet, “La Iglesia corre el riesgo de convertirse en una subcultura”, en J. Perea, J.I.González Faus, A.T. Queiruga, J, Vitoria, “Clamor contra el gueto. Textos sobre la crisis de la Iglesia”, Trotta, Madrid, 2012, pp. 248-251.
[8] El informe completo puede verse [en línea]: https://www.youtube.com/watch?v=tz1WFRdROrM.
[9] Este tema lo tratamos de manera extensa en nuestro artículo: R.Mauti, “Iglesia, abusos y pérdida de credibilidad. La urgencia de repensar la eclesiología desde las víctimas”, en [línea]: https://www.religiondigital.org/pensar_un_cristianismo_incomodo-_ricardo_mauti/credibilidad-urgencia-repensar-eclesiologia-victi.
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