Jesucristo es Dios (III) . La Antigüedad expectante. ®

Velado a través de múltiples caras, a Jesús-Dios le esperaban todos los pueblos, naciones y razas, aun los ignorantes de una Revelación reservada para cuando llegara “la plenitud de los tiempos”.

No digo que los pueblos anteriores al cristianismo no tuvieran facultades para intuir a Dios, pero sí que la luz de su misericordia sólo nos llegó con Jesucristo, el Verbo. La Palabra que habitó entre nosotros. San Pablo, el sabio Saulo que por la buena posición de su familia estudió en las más prestigiadas escuelas de su tiempo, nos explicaba el extraordinario acontecimiento de la llegada al mundo de aquel Galileo. «Dios, que en los tiempos antiguos muy fragmentaria y variadamente había hablado a los hombres, ahora lo hace por Jesucristo.» (Hb 1, 1) Lo cual detalla cuando explica a los atenienses que si bien la Humanidad «en los tiempos de la ignorancia» había buscado a tientas a Dios, por fin en aquellos días, hace ahora veinte y pico de siglos, podía ser encontrado en su hijo, Jesús de Nazaret. (Hch 17, 26).

Así, con San Pablo y con la afirmación de otros testimonios, podemos repetir que desde la más remota edad la humanidad esperó a Jesús. Misteriosas o, por lo menos, curiosas premoniciones se encuentran en pueblos que ansiaron o avistaron su venida, en diversas y extrañas coincidencias en la figura de un ser celestial. Tanto si desde las supersticiones tribales hasta el pensamiento más evolucionado, la búsqueda de la Verdad, el Bien y la Belleza latió en el natural “de todo hombre que viene a este mundo”. (Jn 1, 5) Así, los griegos y su mitología que, a su vez, tomaron de otros pueblos y éstos a su vez de otros… hasta la noche de los tiempos. Así los egipcios de antes y de después de los hicsos, de Amón y de Akhenaton. Así, los etruscos, de los que casi nada sabíamos y, ahora, cientos de muestras arqueológicas nos dicen tras su análisis que creían en “una vida sin término resucitados junto al dios conocedor de nuestra carne […] en el reino de las almas”.
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Algunas referencias de esa búsqueda.

PROMETEO roba a Zeus (Yahvé) para los hombres su sabiduría (el Árbol del Bien y del Mal) simbolizada en el fuego, y Zeus le castiga atándole de pies y manos (los dones perdidos del Paraíso) en las regiones del Cáucaso como presa de un buitre (la muerte) que se alimenta devorándole el hígado (la vida). Finalmente Zeus se apiada y envía a Hércules que libera a Prometeo del destierro y la miseria. En Prometeo se anticipa, o se repite, el humanismo de Caín que sacrificaba los frutos de la tierra que le sobraban reservándose lo mejor para sí.

ESQUILO, en su ‘Prometeo encadenado’, cuatro siglos antes de Cristo nos anunció que no esperásemos «[…] llegue el fin de esta maldición [pues que] antes tiene que bajar Dios mismo para compensar sobre su propia cabeza las penas de tus [nuestros] pecados.» Es parte de la trama, pero también simbología que aún hoy es seguida por miembros de ciertas obediencias masónicas.

SÓCRATES predijo: «A los hombres nos nacerá el Divino, el Perfecto, el que curará nuestras heridas y elevará nuestras almas, que encaminará nuestros pies por el sendero iluminado que conduce a Dios y a la sabiduría, que aliviará nuestras penas y las compartirá con nosotros, que llorará con el hombre y nos conocerá en nuestra carne, que nos devolverá lo que hemos perdido y que alzará nuestros párpados de modo que podamos ver de nuevo la visión».

Y PLATÓN, probablemente por oírselo a Sócrates, definió al Ser celestial esperado como «el Hombre de Dios que bajaría a redimir las ciudades».

ARISTÓTELES creyó inminente la venida al mundo de un ser celestial al cuál llamó El Salvador.

CICERÓN.- El gran tribuno de Roma murió 43 años antes de que naciera Jesús en Belén. De la correspondencia con Ático, su editor, sabemos que se interesó muy vivamente por la teología de los judíos; en especial las profecías sobre la venida de un Mesías. Le escribía su convencimiento sobre «la venida al mundo de un ser divino», el Ser Sumo «que se haría carne mortal», y confesaba su deseo de vivir cuando tal cosa ocurriera. Al repetir los mensajes de las sibilas sobre un rey universal, Cicerón aseguró que vendría un rey al mundo el cual debería ser recibido y aceptado para salvarnos [de la muerte] todos con él.

Acerca de esto, la escritora Taylor Cadwell, (*) en su biografía de Cicerón (‘La columna de hierro’), recoge de lo que asegura ser una carta de Ático – que he buscado y no encontré –, que contesta a Cicerón acerca del sueño de éste sobre un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de blanco que se paseaban por sus estancias. Dicho palacio mostraba, extrañamente, en todas sus cúpulas la señal infame de los ajusticiados, la cruz.

VIRGILIO, que murió diecinueve años antes de que naciera Cristo, en la égloga cuarta, que tanto conmoviera siglos más tarde la curiosidad de Constantino, y que desde la Edad Media se tiene por mesiánica, nos anunciaba la aparición de un ser que salvaría a la Humanidad de su condena: «Recibirá ese niño la vida de los dioses […] y a él mismo lo verán entre ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre.» Y también: «Está llegando la última edad, cantada por la Cumea. […] Ya una nueva progenie es enviada desde lo alto del cielo […] Por sí mismo el cordero teñirá su vellón con el vivo color de su sangre.» Y por si fuera poco se refiere a «una mujer, virgen y casta, sonriendo a un hijo con el que la edad de hierro será superada.» (Bucólicas, IV, Polión 10-15)

TÁCITO, en el siglo II y en sus Anales (XV, 44) destaca que la gente de la antigüedad «se hallaba generalmente persuadida, según antiguas profecías, de que el Oriente había de prevalecer, y de que de Judea vendría el Dueño y Soberano del mundo.»

SUETONIO lo repite en su vida de Vespasiano (Los doce césares, IV) aclarando que tal personaje se lo apropiaban los judíos aunque se tratara sólo de un ciudadano romano.

PLINIO EL JOVEN, nacido en la bellísima ciudad de Como, resulta de importancia singular pues refiere en sus cartas que los llamados cristianos del final del siglo I seguían a un líder considerado por ellos el Dios hecho hombre. La creencia en la divinidad de Jesús quedaba así constatada.

FLAVIO JOSEFO registró en su obra ‘Antigüedades de los judíos’ el cumplimiento de las profecías que ciento treinta años antes Cicerón deseara ver cumplidas: «En aquel tiempo vivió un hombre llamado Jesús. Su conducta era buena y fueron portentosas sus virtudes. Numerosos judíos y de otras naciones se hicieron discípulos suyos y no olvidaron sus enseñanzas. Ellos contaban que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo. Quizá era el Mesías del que los profetas cuentan cosas admirables.» (Universidad Hebrea de Jerusalén.)

Y, por último, citemos otro prodigio registrado en esta antigüedad expectante. En LOS ANALES DEL CELESTE IMPERIO, según citó Mons. Fulton Sheen en una de sus charlas radiadas desde Nueva York, se cuenta que «en el año 24 de Chao-Wang de la dinastía de Cheou, el día 8º de la 4ª luna, apareció una luz por el lado del sudoeste que iluminó el palacio del rey». El monarca, sorprendido por tal resplandor, interrogó a los sabios. Ellos le mostraron libros donde se decía que tal prodigio significaba «la aparición del gran Santo de Occidente, cuya religión se conocería más tarde en el Japón.»
El año 24 de Chao-Wang, de la dinastía de Cheu, se corresponde con el del censo de Augusto, en la Judea.


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(*) Seudónimo de la esposa del Representante particular del Presidente de los EE.UU., F. D. Roosvelt, ante el Papa Pío XII, la cual gozó de permisos para investigar cuanto quisiera de la Biblioteca Vaticana.
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