Jesucristo es Dios (IV) «Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has abandonado?» ©

Es corriente que al sufrir una gran desgracia, guerras o desastres naturales, los afectados se vuelvan a Dios y le pregunten ¿Por qué permites esto? Así ocurre ahora, por ejemplo, con los acosos de todos lados que dejan a Siria, y su antes rica y bella Aleppo, en un mar de escombros. Este culpar a Dios es una cómoda descarga de nuestra condición y, de paso, un modo de disminuir la divinidad de Cristo apoyado en el supuesto abandono de Jesús en la cruz y su interpelación al Padre.

Me parece buen asunto para el artículo de hoy.

Si las señales de la divinidad de Jesús se ven abundantes en los Evangelios, pocas serán, sin duda, tan dramáticas como sus palabras en la cruz. Podemos destacar aquellas en que el galileo Jesús trata al Padre Eterno, Dios, con matices de familiaridad inconcebibles: “Abba”, papá. O esas otras con las que le pide perdone a los que no sabían lo que estaban haciendo.

Para el tema elegido la frase que mayor perplejidad produce es: “Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46) Así que me atreveré a analizarla según el viejo enseñar de la Iglesia y mi propia inspiración.

Tenía yo casi veinte años cuando presencié una proyección de diapositivas sobre la famosa Sábana Santa, conservada en Turín, de la que existen pruebas históricas, arqueológicas, botánicas y médicas de que fue la misma que envolvió el cuerpo de Jesús en su sepulcro. Treinta años después escuché a un médico describir desde su enfoque profesional la concordancia de las manchas del lienzo con la anatomía del cuerpo que las originó. Entre otras cosas destacó que a aquel ajusticiado, para nosotros Jesús, al permanecer colgado de unos clavos en estudiado tormento que le provocara la muerte por asfixia, se le habría hecho muy trabajoso completar frases.

Por eso Jesús hablaba con palabras ininteligibles, pasando del susurro al grito. Esto explica por qué no todos los testigos podían entenderle. Precisamente la frase que nos ocupa fue dicha en arameo: Eloí, Eloí, lamá sabakhthani, de la que ya algunos de los presentes malentendieron que estaba llamando a Elías. Si esta confusión se produjo con los directos espectadores del drama del Gólgota, qué no será en estos tiempos de destrucción y traduttori = traditori. Muy particularmente por la comparación de las biblias comentadas de antes del Concilio Vaticano II.

Pero nosotros, los católicos, hemos de averiguar si nos equivocamos garrafalmente cuando creemos que Cristo, al recitar esas palabras, manifestaba el abandono de su padre, Dios. Error muy probablemente abrigado por quienes le niegan su naturaleza divina: negocio redondo pues convierten un elemento probatorio en argumento contrario.

Sin embargo...

La cosa cambia diametralmente cuando descubrimos que esas palabras son el comienzo del mesiánico Salmo 22, de David, en que se refiere el padecimiento que habría de pasar el Hijo del hombre; salmo que empieza con tales palabras y concuerda con Isaías 53, 3 y su descripción del “siervo de Dios”, cuyo examen recomiendo al lector. Nos habla acerca del Mesías y lo describe humillado por los sufrimientos al poner Su alma como ofrenda por las culpas de Adán, para derrotar al odio con su sacrificio.

Y mirémosle ahogándose por el estiramiento de los brazos y el peso de su cuerpo que no le deja meter aire en los pulmones. Era bien sabido de los miles de crucificados de aquel tiempo, que se les ponía a los pies una especie de misericordia donde apoyarse, con el doble objeto de aliviar la asfixia y dilatar la tortura. Un Jesús en estado casi comatoso, ya bien azotado por especialistas hasta los límites legales. Contemplémosle, como res en la cámara frigorífica de un matadero, colgado de unos enormes clavos que le traspasan muñecas y pies desgarrándole tendones con un dolor paralizante... Miremos su nariz rota de un porrazo, un labio partido, el ojo izquierdo que no puede abrir hinchado por la bofetada de Caifás, o por las muchas recibidas de los soldados - "adivina quién te dio" - en la noche anterior. Un hombre al que la sangre riega su cara y sus párpados, desde la corona de espinas.

Es en esa situación de extrema debilidad cuando Jesús intenta decir algo a los que pasan por delante de Él y curiosean y se burlan. Tiene que ser muy importante lo que les está diciendo desde lo alto de la cruz y en semejante tortura. Situación en la que apenas puede hacerlo en versos sueltos. Y lo que oyen los presentes es el inicio del Salmo 22, de David. Su recitado por Jesús en la cruz se explica por el deseo de auto-señalarse ante el pueblo judío, sabedor de las profecías sobre el “varón de dolores”: “- Miradme, yo soy ése que describen vuestros libros sagrados..."

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
[...]

Pero yo soy gusano, que no hombre;
oprobio humano y mofa de la plebe.
Todos los que me ven de mí se burlan,
chasquean los labios, la cabeza agitan;
-En Dios confía, que Él le haga libre,
pues que tanto le ama venga Él a salvarlo.
[...]

A ti fui entregado desde mi nacimiento;
desde el vientre de mi madre tú eres mi Dios.

Banda de malhechores me anda en torno,
mis manos y mis pies me han traspasado,
y puedo ya contar todos mis huesos.
Míranme ellos, y viéndome se gozan;
mis ropas se reparten
y acerca de mi túnica echan suertes.»

Cuando David escribió este salmo no pensaba en un crucificado.
.

Francamente, preguntémonos a quién se le ocurriría lamentarse de un tal abandono recitando un salmo. Nadie hace una cosa así en la espontaneidad del trance; es absurdo. Y más aún en Jesucristo, que sólo en tal momento llamó Dios al que siempre había llamado Padre.
.

Volvamos otra vez al crucificado, de la mano de Isaías..

«Desechado y despreciado entre los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento
como uno ante el cual se oculta el rostro (...)»

«Más nuestros sufrimientos él los ha llevado,
nuestros dolores los cargó sobre sí,
mientras nosotros le tuvimos por azotado,
por herido de Dios y abatido.»

«Fue traspasado por causa de nuestros pecados,
molido por nuestras iniquidades;
el precio de nuestra paz cayó sobre él (...)
Yahveh hizo que le alcanzara
la culpa de todos nosotros.»

«Fue maltratado, mas él se doblega
y no abre su boca;
como cordero llevado al matadero
y cual oveja ante sus esquiladores
enmudecida, y no abre su boca (...)»

«Por el crimen de mi pueblo fue herido de muerte (...)
Por eso voy a darle en herencia multitudes (...)
por haber sido entre los delincuentes contado,
llevando los pecados de muchos.»

Impresionante, ¿verdad? Pues aún más impresionante será si encontramos que esta profecía Jesús se la aplica a sí mismo: «Porque os digo que tiene que cumplirse en mí esto que está escrito.» (Lc 22, 37)

Las exclamaciones de Cristo en la cruz son cosa muy diferente a que en este tiempo de desatinos los papas interpelen a Dios por el llamado holocausto judío, o nos obliguen a acoger a miles de invasores, llamados inmigrantes pero enemigos de nuestra civilización y de nuestra cultura cristiana. Tal aplicación es maligna, como corresponde al mentiroso y padre de la mentira.
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