Leyendas de Viernes Santo: La confesión de Pascasio
Apartó, pues, los pergaminos leídos en su ya larga vida y preparó con ellos una gran pira para quemarlos de inmediato. Antes de prender la yesca se detuvo en tres que podían tomarse como superventas de aquel entonces, los cuales aún no había leído. Se titulaban: “Vida, pasión y muerte de Jesús, el Nazareno”, según diversos autores y sus coincidentes testimonios.
Este servidor de ustedes, que por un don milagroso ha sabido del carácter y el corazón de Pascasio, no se extraña de que Nuestro Señor, el Verbo, le enganchara con aquellos sus portentos por la Palestina de Herodes.
Echar del templo a zurriagazos a los que desacralizaban la religión, denunciar la hipocresía de los jerarcas fariseos, resucitar muertos, perdonar pecados, enfrentar la herejía de los que no quisieron tener otro rey que el César. Además de multiplicar panes y peces... Según leía, Jesús de Nazaret para Pascasio superaba a Hércules y a Prometeo. No le aguantaba comparación ni el mismo Alejandro. Aquello de andar por las aguas, aquietar los vientos, discutir con Satanás y tirar sus legiones al mar ... ¡Oh, Dios! Aquello sólo era posible para el Hijo de Dios.
Pascasio nació en un pueblo muy antiguo llamado Caesaraugusta, capital del Imperio no tan grande como la Roma metropolitana, pero bañada por un río mucho más caudaloso que el Tíber. Una región que ya por entonces daba hombres tercos, apasionados y sin doblez.
Se leía la vida de Jesús una y otra vez. Con el episodio de la Santa Cena se olvidaba de comer; el Sermón de la Montaña lo recitaba de memoria... Cuando ya se había zampado a todo San Marcos, a San Mateo y a San Lucas, nuestro aragonés estaba presto a seguir a Cristo y a no vivir ni una hora más sin amarle hasta la muerte.
Pascasio pidió ser bautizado. Lo hizo a un famoso ermitaño de aquellos lugares. Petición que le fue cumplida y certificada con la entrega del Evangelio según San Juan que le regaló y le dedicó el buen presbítero. Regalo decisivo que no me atrevo a adentrarme en lo que Pascasio sentiría leyéndolo. Con sumo cuidado, besándolo y apretándolo a su pecho, lo guardó en un saco en el que también, entre otros aparejos, metió unas sandalias y una muy buena dalmática de lana.
Se arrodilló ante el ermitaño, que le bendijo, y se fue muy lejos... Más allá, incluso. Hasta encontrar una cueva confortable y bien orientada que aseó y ordenó. Con dos robustos palos cortados de una jara próxima compuso una cruz que apoyó en el dintel de la entrada. Desde aquel momento todo el que le visitara sabría que allí vivia un monje como San Jerónimo, o un penitente como Simón, el Estilita.
La lectura de la Pasión del Señor le atacaba los nervios. De modo excepcional aquella salvaje flajelación que le producía algo parecido a un subidón de la presión arterial. La sangre le hervía con el interrogatorio de Caifás, o con el juicio ante Pilato y, sobre todo, por la huida de sus mejores amigos. "¡Siempre igual!", mascullaba. Y es que si él hubiera estado allí no le habría abandonado, ¡jamás!, de ninguna manera y habría impedido la cruel lanzada.
Pasaban los dias. Pascasio se hizo filósofo, que es lo mejor que le queda al hombre cuando se ve cercano al Gran Viaje. Con frecuencia pensaba en el misterio del morir y mucho más en el mayor de haber nacido. Las noches de enero, mirando a las estrellas trataba de entender aquellos sus mensajes en Morse que le hipnotizaban. Todavía "le oigo" meditar, acongojado por sus muchos orgullos y, más, por sus promesas quebrantadas.
Como no hay plazo que no se cumpla ni fecha que no llegue, por fín amaneció aquel Viernes Santo . Como casi todos los años se adornó con una explosión de primavera. “Hoy es el día», se dijo Pascasio. ¡Qué semana aquella! Penitencias en amor de Jesucristo, rigurosas mortificaciones que salían de lo más hondo del alma del converso. Nunca había sentido nada igual. Aquella cruz le atraía como imán irresistible. Por su mente, me atrevo a afirmarlo, pasaba espontánea la métrica más bella de los místicos del Siglo de Oro que estaba por llegar... Un brote violento de Caridad le anticipó a los versos de Lope: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío...?». O la anónima contrición: «No me tienes que dar porque te quiera / pues si lo que espero no esperara / lo mismo que te quiero te quisiera.»
Con el máximo cuidado se había dispuesto un programa de pensamientos y oraciones, casi todas inventadas, para acompañar a su héroe, su Jesús Divino, en este día fatal del holocausto. Pascasio le ve iniciar la Vía dolorosa. "Podían haberle evitado la crucifixión" - pensaba -. "Ninguno de los otros condenados a muerte sufrió un tormento equiparable a los latigazos de los sayones. Pilato los ordenó para que los judios se apiadaran de Él, Ecce Homo."
Ya son las tres de la tarde, la hora del Gólgota. Igual que el año pasado, Pascasio se imagina y se sumerge en el Jesús desollado, en aquel su rostro bañado en sangre que mana por la corona de espinas; en el Jesús triturado del salmo davídico, más gusano que hombre. Pascasio lo imagina, mejor diré que lo ve cuando mira a aquella cruz hecha con los palos de la jara. Algunos momentos con tanto amor que cree notar que “su Cristo” vuelve el rostro hacia él. Un engaño de la vista, debilidad del ayuno, piensa. Se acerca curioso...
Pascasio “ve” que su Cristo mueve los labios. Piensa que se está volviendo loco. Aún consciente de lo increíble, se rinde y se agacha. Le acerca la cara a la suya, el oído a sus labios sólo vivos en su imaginación...
¡Y oye que le está llamando!
«-¡Pascasio! ¡Pascasio!»
Al buen ermitaño se le detiene el corazón, nota que se le paraliza la mente, que la lengua tampoco le obedece. Clava sus ojos en la cruz y pregunta desde sus adentros:
«-¿Quieres algo, mi buen Jesús?»
De nuevo oye aquella música:
« -Pascasio, mira cómo me tienes aquí, sólo por ti.»
Pascasio tira la toalla de toda razón y contesta:
« -¡Oh! Señor, si por eso vine hasta aquí a nada más estar a tu lado.»
Pasaron unos minutos, o tal vez unos años. ¡Quién sabe! Y Jesús le llama otra vez:
« -Pascasio, ¿qué serías capaz de hacer para ayudarme en este estado en que ahora me encuentro?»
Y Pascasio como en un lamento de protesta:« -Señor, ¡si no sé ya que más hacer para demostrarte cuánto agradezco tu pasión! Te he dado mis ayunos, mis cilicios, disciplinas y penitencias; mis noches sin dormir, todo lo que hice en la Cuaresma y en la Semana de Pasión y mucho más en estos días tan tuyos.»
De nuevo, Jesús, balbuceando entre estertores, a punto de expirar en la cruz:
« -Sí, Pascasio, eres bueno. Pero, compréndelo, todo eso son medallas que te ennoblecen pero, en este justo instante que tanto he deseado... En esta cruz, esas cosas no son tan importantes al lado de las que te reservas para ti...»
Pascasio sigue con su relación.
« -Y te sacrifiqué la mujer con la que me hubiera casado, los hijos posibles, el calor de un hogar, el éxito del mundo...»
Jesús le interrumpe:
« -Sí, y me gusta mucho. Pero, comprende que eso para mí, justo en estos momentos, no es suficiente... ¿De qué me sirve?»
Por fin Pascasio solloza de dolor y, entonces, Jesús le hace seña de que se acerque más. Después de mirarle con un agradecimiento inesperado, le dice al oído:
« -Anda... Dame esos pecados que te guardas... ¡Y podré morir feliz!»
* * *
El Lunes de Pascua, el onomástico de Pascasio, pasó el aguador con sus odres como acostumbraba. Un buen hombre, puntual servidor de los penitentes de aquella ladera del monte. Llama a Pascasio, que no acude a recibirle. Se apea de la mula y ve su cuerpo a la entrada tendido de bruces, con la cabeza al pie del arbusto. Le da vuelta, le grita, le sacude... Pascasio ha muerto. El buen aguador lava su frente manchada de sangre y barro secos. Sus facciones parecen vivas por la felicidad y la paz que transmiten. En las mejillas tiene incrustados algunos palitos. Con cuidado se los quita...
* * *
San Pascasio, ruega por la Iglesia.
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