El cuento del “Magisterio Vivo” y la beatificación de Juan Pablo II
La confusión del turista destaca el imperativo de ver las cosas en su propia función y destino, sin desviarlas con nuestra imaginación. Es decir, con inteligencia, palabra que significa "ver la realidad". Apliquémonos a hacer ‘inteligible’ lo que nos rodea, especialmente lo que juzguemos verdaderamente importante. No nos quedemos en que las cosas son según lo que se nos dice, lo que sus promotores quieren que creamos, o lo que parecen. Quizás por hábito de mi profesión, que exige realismo, este desentendimiento me parece grave error de la vida.
Por cierto, ‘error’ es palabra antónima de ‘verdad’, concepto muy serio aquí abajo y definitivo después de muertos. El mismo Jesús dijo de sí: «Yo soy la Verdad» (Jn 14, 6). Llamarse la verdad viene a ser lo mismo que desde la zarza ardiente Dios le dijo a Moisés: «Yo soy El Que Soy.» (Ex 3, 14) Por tanto, buscar la verdad de las cosas, aunque sea ingrato y a veces peligroso, tiene resultados muy agradecidos pues siempre nos lleva a Dios.
Con respecto a la Iglesia, el Papa Benedicto XVI nos señala que “es un error presentarse – los papas – como el punto central de la Iglesia cuando, en verdad, ese centro es Dios”. (cf. “Jesús de Nazaret”). Pues, bien, ese afán de ver en el hombre papa la esencia de la Iglesia es lo que inventa esa supuesta “tradición viviente”, o “viva”, que los relativistas esgrimen sobre la ‘tradición apostólica’. Tal enjuague raya en la apostasía, ofende a la Verdad-Dios, señala que ciertos individuos en su corazón ya están apartados de la Iglesia aunque figuren como prelados del más alto nivel.
En mi opinión, eso de “tradición viva” parece más un ardid con el que desmontar la autoridad de la tradición apostólica y someter el Evangelio de Jesucristo al capricho, moda o consigna de sus enemigos. Una estafa que nos lleva al arbitrio de interpretar la religión católica, no ya la tradición que la guarda, a través de los pastores y doctores del tiempo presente aunque modifiquen, ignoren o vulneren el depósito de fe heredado por la transmisión generacional.
Mas lo cierto es totalmente al revés: La tradición ‘vive’ en quienes la guardan y 'muere' en quienes la manipulan. Más aún, sé que no me equivoco si afirmo que es en la tradición de los Apóstoles – y en los Evangelios – donde se fundamenta la autoridad de la jerarquía eclesiástica. Un papa no puede decir “la tradición soy yo” – Pio IX, Pablo VI - al estilo de un Rey Sol, porque es contradictorio con la verdad. Es la tradición la que les lleva al papado y la que, si no la guardan, les descalifica. Los papas y pastores lo son por fidelidad al depósito recibido; se avalan en él. (Lc 22, 32; 1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14) Hay pues una gran confusión en este asunto. Lo cual lleva a situaciones chuscas como, por ejemplo, condenar el relativismo y, a la vez, practicar la más grosera “adaptación al medio”.
Con el respeto que merece la jerarquía apostólica pero también con todo el derecho, y deber, de bautizado afirmo que en el estamento eclesial se evidencian pérdidas muy graves del sentido sobrenatural, un corporativismo defendible a ultranza en virtud casi única de ambición de carrera; un despiste supino sobre su función, que se objetiva en salvar la esencia de la Encarnación, la predicación y la Cruz, lo cual da sentido a la Iglesia. En definitiva, trabajar en la superación de la precariedad de la vida con la resurrección de Cristo.
Ante el artificio humanista y la desactivación ecuménica de los dogmas, de los que sólo queda entero el de la Infalibilidad (en sus condiciones), es natural que, por inconsciente compensación, muchos católicos necesiten hacer del papa un ídolo mediático, idealizarlo. Como si fuera el Aga-khan al que pesar en oro. Y con ello obviar los deberes de su vicaría, no viendo en él al administrador que gerencia para su señor - ata y desata - la hacienda que le fue confiada; ni tampoco al mayordomo que usa para su amo las llaves con las que guarda de ladrones la casa, jamás para abriles la puerta.
La presente manipulación doctrinal para servir a filosofías ayer condenables empuja a los fieles a traspasar al Espíritu Santo compromisos impropios de su promesa, y se otorga al papa un magisterio insostenible... aunque, eso sí, muy útil pues que con ello ya no hace falta dictar ex-cátedra sino subir de decibelios su márquetin.
En cuanto al protagonismo del Espíritu Santo, antes de nada pensemos si no le supeditamos a nuestras defecciones y aventuras en lugar de subordinarnos nosotros a Él. Porque, realmente, sólo progresamos cuando comprendemos que somos siervos inútiles. (Lc 17, 10) Lo cual nos facilita ver que, con respecto al Espíritu Santo, cuando San Pedro negó a Jesús, fue Pedro quien le negó y no el Espíritu Santo. Que cuando Judas le vende al Sanedrín, no le inspira el Espíritu Santo sino su personal frustración política. Que en la propuesta de la circuncisión no fue el Espíritu Santo el que la exigió como condición para ser cristianos sino los judíos; y que tampoco el Espíritu Santo inspiró al Primer Papa para complacer a los judíos, sino su humana debilidad.
Lo seguro fue muy al contrario. Que del Espíritu Santo procedieron las lágrimas de San Pedro; o que por él le llegaría a Judas el remordimiento que luego malogró suicidándose. Y, sin discusión, sí que fue el Espíritu Santo el que inspiró a la Iglesia, en la persona de San Pablo, la reprensión a San Pedro afeándole que sometiera el conocimiento de Cristo a las exigencias judías de la previa circuncisión. (Hch 15, 1; Ga 2, 11-14) Un acto aquél muy importante pues que fijó en los cristianos su total independencia de supuestos hermanos mayores y desmontó la primacía del Antiguo Testamento.
Salvo mejor argumento, este episodio de la Iglesia naciente sentó prioridades doctrinales y colocó en sus justos límites la infalibilidad papal. Necesaria premisa contra el “buenismo” pusilánime que nos oprime el entendimiento hasta no reflexionar nada sobre lo que oímos, encandilados por la fama, o "carisma", de quien lo diga. Lo cual es un desatino descomunal por más que se recurra torcidamente a la asistencia, complicidad mejor dicho, del Espíritu Santo...
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