Pobres y pobreza - V: Ni xenófobos ni insolidarios

Unos amigos me mandaron un reportaje de esos que buscan encogernos el alma.Un niño rubio, sanote y enfadado con el texto: «No le dieron la paga de fin de semana…» Al lado, otra foto con un esqueleto viviente: «Pero él no tiene qué comer.»

Esas fotos dantescas en sus orígenes no se miran igual. No se ve allí lo que nosotros vemos aquí. Porque para los gobernantes no son de seres dolientes sino reclamos para las limosnas que minan el esfuerzo y acaban enmoheciendo los recursos propios. Limosnas que se vuelven en coacciones a rentabilizar por sus gobiernos, ahora "libres" y "democráticos". En contraste, en Occidente las miramos con gafas de siglos de civilización… de la que algunos de nosotros extrañamente nos avergonzamos.

Tomemos para reflexión general esa negritud por la que no se apagan las alarmas de nuestras playas. África negra se convertía a la fe católica, excepto algunas áreas evangélicas y un mahometismo limitado a bereberes y la Arabia. En pocas generaciones el cristianismo habría captado la fe de una gran porción del mundo negro. Pero, con los abalorios de la libertad, atracón indigerible para pueblos que salían del canibalismo y de la selva, se les quitó Cristo – fruto del cambio posconciliar que arruinó la credibilidad de la Iglesia (Mt 5, 13)- y se les “liberó del opresor colonialismo”. La intervención de Juan XXIII a favor de su admirado De Gaulle en su política con Argelia, dio alas a los rebeldes islamo-marxistas para abandono de los católicos, naturales y "pies negros". (Telegrama del Papa Roncalli en 1963 al Legado de Argelia)

Por supuesto, extraíamos las riquezas naturales, pero con técnicas que preservaran los recursos. Se abrían carreteras, poco a poco se aprendían métodos agropecuarios, se empezaba a competir en el comercio. Mientras no tenían universidades, sus hijos venían a formarse en las metrópolis. Los sectores sanitarios y educativos se encomendaban a órdenes religiosas cuyos miembros trabajaban gratis sembrando gradualmente la fe. No una "fe étnica" sino católica.

Por cierto, el indigenismo misionero posconciliar es una desviación que no nace del amor a los indígenas sino del desamor a Cristo. Es indigerible una evangelización que se realiza rebajando el Evangelio a la cultura encontrada. ¿A quién va a enamorar una oferta que se confiesa igual o inferior a lo que ya tiene? Creo con Perogrullo que una religión pide un culto, el culto engendra una cultura, y ésta cuando alcanza al poder se convierte en una civilización. La catequización en África, como lo fue en América, era un bautizar la moral tribal, buena, con la identidad eterna que da la fe católica. Ahora, desorientados sobre lo que debe predicarse, el orgullo de los misioneros es abrir pozos de agua; un bien tan obvio por su necesidad que hace medio siglo nadie se adornaba contabilizándolo.

Señores, amigos y disidentes, pensemos un poco. Ni España ni Europa, ni el llamado Occidente pueden acabar con la pobreza del mundo. Tampoco dar acogida a todos los parias, como lo afirma la simple Aritmética. Mientras los hombres sean hombres, y no artefactos, la biografía de cada individuo será dispar y con frutos dispares. "A los pobres siempre los tendréis con vosotros... " (Mt 26, 11) Ni la comparación, odiosa, ha de avergonzarnos de haber sido mosaico de civilizaciones y una historia rellena de siglos de esfuerzo.

Quien esto escribe conoció una España en alpargatas que ya venían deshilachadas de caminar sobre la invasión francesa, la Guerra de la Independencia, el cuento chino de la ayuda de los ilustrados, el reinado de Isabel II invadido de masones, la subasta salvaje de la Desamortización y la avaricia de sus aprovechados que se quedaban fincas para dejarlas improductivas...Una patria exhausta por guerras internas en defensa de su identidad, hundida en la desmoralización del noventa y ocho, sangrada en Cuba, Filipinas y África. Un nervio industrial inexistente y con una política de empleo funcionarial. (Las carreras se objetivaban hacia la Iglesia, la Milicia y el Derecho, mientras que el sostén nacional recaía en el campo, la artesanía y la emigración a América o, ayer mismo, a la Europa del Plan Marshall).

Una España que tras la anarquía republicana, la agitación y el terrorismo stalinista, sufrió una horrible guerra que después de treinta y dos meses de fuego arruinó sus estructuras. Campos sembrados de cráteres, casamatas y obuses sin estallar; regiones devastadas, ciudades salpicadas de escombros entre los que jugábamos de niños; miles de kilómetros de algo parecido a carreteras pero sólo transitables por mulas. Ferrocarriles y puertos inútiles al cincuenta por ciento. Y las cartillas de racionamiento con un cuarto de kilo de azúcar, un octavo de litro de aceite, una barra de pan negro, un kilo de almortas, lentejas con bicho..., por semana. Un país en restricción perenne de carbón, gasolina, agua y luz eléctrica. Y, sobre todo esto, la guinda execrable del bloqueo promovido por quienes podían ayudarnos pero prefirieron complacer a unos supuestos patriotas. Los que para cambiar de signo la derrota no les importó, tras el saqueo de una de las mayores reservas de oro y plata y la rapiña institucional que transportó “El Vita” (cfr. Francisco Olaya, “El Expolio de la República”, Belacqua, 2003, Barcelona), contemplar desde su confort de París o Méjico cómo nos diezmaba la tuberculosis.

Hasta que, tan pronto como los USA mandaron a freír espárragos a sus consejeros de izquierda (el Partido de Mr. Truman, el de la pajarita), colocamos por primera vez en nuestra historia el cimiento de la clase media, fundamental lanzadera de una recuperación económica hasta entonces inimaginable.

Nadie puede decir que somos nenes pijos de papá. Menos aún ciertos teólogos acomodados y consentidos en su cutre e insincero proletarismo, los cuales, aparte de que la fe les importa un pimiento, tampoco saben dar trigo.
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