Sobre el alma y sus misterios I ®

Leí hace años que lo que entendemos por alma es «la identidad del cerebro expresada en la inteligencia». Yo creo que muchos no estaremos de acuerdo.

Desde luego, sobre el alma no podemos hablar igual que del resto del ser humano. Hemos de recurrir a la filosofía y saltar a la fe, mal incluida por costumbre en la teología. (Paradójicamente, sabemos de teólogos posconciliares que se hicieron famosos por no tener fe.)

Para hablar del alma no bastan, todas juntas, la antropología, ni la física ni la medicina; ni siquiera la psiquiatría. Porque la idea que los católicos tenemos del alma humana no es, al menos no únicamente, la de un principio animador. Eso lo es para los anima-les en cuanto seres vivos, animados por un determinado grado y clase de vida. Lo cual, como es evidente, no los hace portadores del alma humana. Tampoco podemos llamar 'mente' al alma humana, ni situarla en el cerebro y atribuirle a éste propiedades ontológicas puesto que sólo es un instrumento coordinador de nuestro soporte fisiológico; mejor dicho, rector de las facultades físicas e intelectuales recibidas.

En opinión muy generalizada el alma abarca al ser humano completo. Lo que es una realidad más vital que la propia vida y más identificadora que toda le genética que nos envuelve. Para nosotros, los creyentes, algo que nos define y nos conecta con la resurrección prometida.

Una definición del alma nos la aventura la el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: «Sustancia espiritual e inmortal, capaz de entender, querer y sentir, que informa el cuerpo humano y con él constituye la esencia del hombre.» ¿Sustancia? Aun habiendo dicho que espiritual parece que nos referimos a algo material. Para mí que el alma es más ciertamente una energía... espiritual, por supuesto. Una energía que vive en nosotros y - mucho más cierto - nosotros en ella.

La energía no se destruye, se transforma, según demostró la Física hace ya siglos; por tanto, lleva implícita la inmortalidad. Una sustancia es algo muy ambiguo, puede existir y dejar de existir. Cristo fue resucitado por la misma energía del Altísimo que cubrió a la Virgen, su Madre, para insertarlo en este mundo. Bajo esta propuesta el aliento insuflado en el barro de Adán llevaba también una promesa de inmortalidad. Y aquí queda afirmado lo que creemos es el alma: el vínculo con Dios. El vínculo de su soplo vivificador. Un don pleno de beneficios que arruinamos por el viejo pecado de nuestras preferencias humanistas, gracias a las cuales "la enfermedad y la muerte entraron en este mundo". (Rom 5, 12)

Puede compararse el alma con ese inmenso fuego procedente del sol y que la Tierra esconde en su seno bajo presiones de cuatro millones de atmósferas y a temperaturas de más de 4300 grados. Esa energía que, si le faltara, la dejaría sin algunos de sus movimientos, o sin la protección del campo magnético. Ese inmenso calor que bulle en el centro de este planeta, a lo que somos ajenos cuando paseamos por sus paisajes, es el que retiene la delgada capa de biosfera que le da un bellísimo azul brillante sobre negro, tal que si el Gran Joyero del universo mostrase sobre sus terciopelos la perla más valiosa.

Esa energía tremenda, presente al tiempo que escondida, indispensable para que el hombre viaje entre galaxias sin saberlo no es, finalmente, de la Tierra sino del Sol. Así, de modo similar que el Sol con la Tierra, el Creador dejó en nosotros algo de su esencia. El libro de la Sabiduría dice: «Escoria es su corazón [...] porque desconoció al que le modeló a él [...] y le infundió una fuerza vivificante(Sab 15, 10) Detengámonos en esto: 'infundir' significa meter dentro; una fuerza, más que sustancia es una energía.

La verdad es que, por más que se presuma, del alma no sabemos nada que no sea lo que se nos ha revelado (otra vez la ciencia de la fe), y que nos convierte a los humanos en la síntesis y bisagra de las dos creaciones, la visible y la invisible. ¡Nunca habríamos pedido tanto! Para ver estas cosas tal vez haya que aprender a mirar en nuestro interior y dejar que el intelecto se libere de tantos miedos... que disimulamos con toneladas de suficiencia. Quizá pedirle a Dios ser ciegos para mejor pensar — permítaseme este delirio — con sus mismos pensamientos.

Nadie sabe ‘dónde está el alma’, pero nos sentimos sumergidos en ella. Probablemente ni siquiera esté en parte alguna de nuestra fisiología. Empeñarnos en esta hipótesis sería igualarnos con la incredulidad del coronel Gagarin, primer astronauta de la URSS que, por consigna o pura estupidez, declaró que en su viaje orbital él no se había encontrado con Dios... Un reverso en parecida locura de aquel médico que sí encontró el corazón de una muchacha que había roto muchos. (Magistral pintura de Simonet y Lombardo, 1890)

Lo curioso del alma es que, a pesar de tantos avances, de ella seguimos ignorándolo casi todo. Sabemos que el cerebro es capaz de miles de funciones: pensar, hablar, amar y odiar, destruirnos de apatía o romper marcas olímpicas; desarrollar abstracciones, sentir, soñar dormidos y despiertos, hacer realidad las fantasías más ambiciosas ... Pero ¿quién se sienta al teclado de ese poderoso ordenador con el que se gobierna toda la máquina humana y la propia vida? ¿Por cuáles circuitos y neuronas se mueve el alma? ¿Qué puerto USB conecta la inteligencia con la voluntad? Y, sobre todo, ¿dónde se generan la abnegación, la sensibilidad artística, la poesía vivida...?

En el siglo XV se decía que el alma residía en el hígado, de ahí que los homicidas amenazaban a sus víctimas con arrancárselo. Después, que en el corazón, y lo mismo. Y desde hace unos años se dice que en "una región del cerebro que, según se supone, es el emplazamiento del área que controla la psique o la conciencia." (Prof. Howard C. Warren, ‘Diccionario de psicología’. Ed. Fondo de Cultura.) Es como decir que el alma reside en el lugar donde se supone que reside. Me temo que muy pronto diremos que el alma es la inteligencia y será lo mismo que si dijéramos que los zapatos están dentro de los pies. Una cabeza sensata de este tercer milenio ha confesado: «Lo que llamamos mente (por no decir alma) continúa sin ser localizado.» (cfr Rita Levi Montalcini,‘La galaxia mente’, Ed. Crítica.)

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