La caridad V : Orgullo y perjuicio, Caridad y misericordia... ®

En esta entrega sobre la Caridad - vista por un pordiosero - quisiera destacar una de las lacras que, a mi juicio, más daña la experiencia religiosa, proceda de donde proceda. Me refiero a cuando nos creemos que la perfección evangélica (Mt 5, 48) se alcanza siguiendo las huellas de los cátaros, porque se dieron a conocer como “los perfectos”. O con el rigorismo jansenista y, ni digamos, si del repugnante y anterior clasismo calvinista.

Excrecencias infecciosas nunca del todo erradicadas de entre nuestros vecinos transpirenaicos, fértil huerto de los citados desvíos.

Me refiero a un epatar al mundo con mis rigores y mi ejemplaridad; elevar la piedad y el ascetismo a “signo de clase” para mirar "a la chusma" por encima del hombro. Subir el nominal de la letra de cambio que a mi muerte Dios me deberá pagar. En la vida práctica, hacer de la fe una vitola de superioridad como si, semidioses, ya ningún dolor ni bajeza humillara nuestra conciencia.

Esta locura, este orgullo descomunal, abunda también, no lo ocultemos, en el nuevo clero, y en algunos de sus prelados. Esos pocos, pero arrogantes y escandalosos, que se disfrazan de pobres sin importarles si hacen de Cristo un lider de la cutrería y la progrez con que adornar sus complejos populistas. Fingida modestia que rebaja la fe y ahuyenta de la Iglesia ese mundo que pretendemos atraer.

Para diluir esta acidez me inspiraré en un cuento de José María Pemán que leí hace ya muchos años y que voy a adaptarles en mi versión más libre.

***

Fra Primitivo era - o mejor dicho es, pues que la eternidad no tiene pasado - un añoso y diminuto fraile franciscano.

Ahora, justamente esta mañana, nos lo imaginaremos bajando de su convento a una de las cuatro aldeas a cuyos vecinos habla de Dios, enseña el Evangelio y aconseja en sus apuros y problemas. Servicio espiritual muy agradecido por sus beneficiarios que le pagan con cariño y útiles dádivas para la comunidad.

Cuando el sol le alarga la sombra y el zurrón ya está lleno, fra Primitivo emprende la vuelta, momento en que la cuesta arriba y el peso de la carga suman cansancio a sus muchos años.

Mediado el camino tiene por costumbre descansar al borde de un cantarín manantial de agua fresquísima cubierto por deliciosa fronda protectora del ardiente sol. Recuperado el resuello, se enjuga la frente, hunde las manos en el pilón y las llena para beber como en un cazo arrugado, al tiempo que agradece al Creador el don del agua y de la bendita sed. Una vez restaurado del calor y la fatiga reemprende el ascenso al convento, que ya está cercano, para descansar con sus hermanos de la pequeña comunidad.

Un tórrido día de verano en que su lengua le parecía estopa y sus labios de acíbar, fra Primitivo decidió ofrecer a Dios su enorme sed. Puede que quisiera aumentarle al Salvador sus pruebas de amor agradecido. Así que se sacrificó y no bebió ni una gota de agua. Reanudada la marcha, alzó la vista a aquel cielo de atardecer en el que, ¡Oh, prodigio!, vio una estrella brillante y clara que él, buen escrutador del firmamento, interpretó no era astronomía sino visión del alma. Un apunte celestial en su expediente para el Paraíso.

Su corazón se ensanchó de felicidad y desde entonces cada sed sacrificada en aquella fuente se correspondía con un nuevo lucero.

Pasó el tiempo y sus superiores decidieron prepararle el relevo. Le asignaron un joven novicio que debería acompañarle para conocer a las familias que atendía en su apostolado y para imitarle en todo. En esto último el joven mostró gran devoción por el mínimo detalle de lo que hacía el anciano fraile. Pasaron el día, que resultó muy fructífero en las almas y en las dádivas. Fra Primitivo ocultaba su contento por la disposición del joven y la promesa de su gran aportación a la comunidad.

Al regreso, sabiendo que se acercaba el momento de su habitual renuncia el anciano pensó que debería preparar a su discípulo para que comprendiera los beneficios espirituales de cualquier sacrificio ofrecido a Dios. Le habló de la inferioridad de los placeres físicos y de la mortificación de los sentidos. Y así siguió aleccionándole hasta que llegaron al manantial. Se sentaron al borde del pilón en el que caía tentador un chorro de agua cristalina.

A aquella hora atardecida el rigor canicular aún les ardía en sus sayos y en sus labios. El buen fraile se inclinó para mojarse las manos en el agua con la intención de, como siempre, renunciar a beberla. De pronto se dio cuenta de que el novicio haría lo que él hiciera... Y comprendió que sería demasiado sacrificio para el muchacho al que, tal vez, se le debilitara su buena disposición. No afectado por faltar a su mortificación pero imaginando, feliz, el gusto que esperaba a su discípulo, metió sus manos en el pilón y ambos bebieron el agua más deliciosa y placentera que tú, lector, y yo, podemos imaginar.

Reconfortados, tomaron sus sacos y escudillas y se encaminaron hacia la cuesta. Fra Primitivo sabía que no habría ningún lucero que contemplar para el Haber de su cuenta de asceta, pero no le importaba. De todos modos, aun por sólo rutina y en uno de los tramos más empinados alzó los ojos a aquel cielo de azul aterciopelado... Y descubrió que su estrella brillaba más que nunca y que no estaba sola. Eran dos bellísimos luceros que en lo secreto solamente sus ojos distinguían...

***

«Misericordia quiero y no sacrificios»recordó Cristo de la Escritura cuando fue criticado en un convite (Mt 9, 13), o por espigar sus discípulos en sábado (Mt 12, 7). Muy raro me pareció siempre eso de no querer Cristo sacrificios, y más cuando el progresismo lo utiliza, como oportuno rio Pisuerga, para reducir el de la Misa a vulgar asamblea. Y como no me gusta dejar cojas las incógnitas, investigué.

Y descubrí que esta exclamación es coherente con esta otra: «Porque este pueblo me honra con los labios mientras su corazón está lejos de mí.» (Is 29, 13) Parece que Jesús tomó la queja de su Padre juntando también al profeta Oseas y señalando a las falsas conversiones. Veamos la cita entera y sorprendámonos: «[...] pues quiero misericordia y no sacrificios; el conocimiento de Dios más que los holocaustos.» (Os 6, 6) ¡Ah! Ahora es diferente. Resulta así que el conocimiento de Dios perfecciona la aplicación de la ley y no, al revés, pues que la ley no asegura el conocimiento de Dios. Vamos, para simplificar, que no hay perfección sin misericordia y caridad.

El escritor religioso Ricardo Gräf, de fama en el siglo pasado, nos dice: «Seguramente que habría muchos más santos si no hubiéramos gastado nuestras energías en prácticas inútiles de la exteriorización de nuestra piedad.» (Sí Padre, Atenas, Madrid 1963)

Creo yo que lo natural del hombre de fe es ofrecer desde lo íntimo su amor al Salvador, en todo aquello que el suyo nos inspira. La Iglesia siempre nos enseñó que estuviéramos vigilantes para no ser engañados gustándonos de ascetas. Una infección a vigilar toda la vida. Porque pretender ser los mayores penitentes suele derivarse de la vanidad, enfermiza y no tan extraña, de sugerirnos los más grandes pecadores.

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