La obediencia como fin ©
«Tan perjudicial es desdeñar las reglas como ceñirse a ellas con exceso.»
De tradentis disciplinis. III. (Ed. Basilea, 1550, pág. 465)
Introducción
Cuando en mi trabajo me enfrentaba a una sala con más de cien empleados, antes de desarrollar los temas específicos de formación mi primera idea a inculcar era la de la profesionalidad. Y les decía que para lograr los objetivos era esencial creer en lo que se hace. Que en eso consiste ser pro-fe-sional: creer en lo que se hace y se dice y transmitir confianza. Incluía entonces el ejemplo de que cuando una novicia se convertía en monja con votos perpetuos, a ese acto se le llamaba profesar. Un acto de afirmación de la fe.
La obediencia es un instrumento de la voluntad puesta al servicio de una elección; si esta elección es un error, la tal obediencia es también un error. Se envicia. ¿Por qué? Porque la obediencia en sí misma carece de adjetivo, sólo significa lo que con ella se alcanza o se sirve. Es decir, su objeto.
Así, se obedece a un padrino de la mafia, se obedece a una ideología, a un partido político, a un cacique arbitrario, a un empleador en servicio de una empresa industrial o mercantil. Así, también, por un ideal o por un bien social, con la obediencia servimos a nuestros deberes y promesas. Tales, por ejemplo, los de un esposo/esposa y padre/madre de familia en atención a las necesidades primarias, a la armonía, a la educación, al progreso de todo el consorcio familiar… Se obedece con un sentido moral determinado a una estrategia diseñada, tanto si es una excursión dominguera como si una expedición militar. La obediencia no es ciega nunca, ni siquiera cuando se dice que lo es, porque en tales casos lo es por la entrega a un ideal, por ejemplo, al Creador y Padre celestial, a la Patria, a un líder o a una empresa, a una amistad, a un recuerdo.
La virtud del objeto, oculto o expreso, es lo que engrandece la obediencia. Todo lo contrario cuando se la otorgamos a un mal objeto pues que, entonces, su maldad la avalamos con nuestra subordinación. Si ese objetivo es contrario a las leyes de Dios la “obediencia debida” no nos exime de responsabilidad ante Él. Es la tesis que grabó la Iglesia en sus mártires. Si nuestras almas no nos las salva el párroco, el obispo o el Papa sino la misericordia de Dios, a la que ayudan los sacramentos de la Iglesia, de la misma manera por mucho que en el obedecer estemos dispuestos a sacrificarnos, si el objeto es pernicioso la obediencia no nos hace inocentes del mal que con ella abonemos. Lo contrario sería demasiado cómodo y perverso. Sobre todo, perverso.
La obediencia que se abriga en el gregarismo, en servir a un poder establecido, o emergente, no es virtud; es gregarismo, con todo su implícito abandono de la sagrada dignidad del alma humana. Al final de todo argumento, la razón de la obediencia se cimenta en elegir entre servir a Dios o servir a los hombres. La elección de a qué valores o principios apliquemos el instrumento obediencia es lo que nos dará nuestra razón de ser. Mejor dicho, es lo que dirá a nuestra conciencia lo que realmente somos.
La obediencia es una disciplina del alma ante los poderes que se nos presentan en esta vida. Los dos grandes poderes, los dos únicos: el Bien y su falta. La verdad y la supervivencia frente a la mentira y la muerte. Dos poderes opuestos que se disputan nuestra voluntad. Por eso, obedecer tiene sus riesgos, de los que no podemos escaquearnos bajo la disculpa de que a través de los hechos malos estábamos sirviendo a fines buenos. No es de recibo que para alcanzar un bien hayamos de servir al mal. Por esto, obedecer a ciegas no tiene valor, es algo baladí, prostituye a la obediencia en comodín moral que, a su vez, prostituye a aquello que obedecemos en intermediación.
En muchos casos la llamada obediencia se deprecia por falta de libertad en su aplicación. Así en caso de guerra donde la deserción es muerte segura; en tal situación no hay obediencia sino fatalismo; el de una situación que no se controla.
La obediencia a un lobby.
Con frecuencia vidas engañadas por un escenario virtuoso, quizás en un sectarismo aprobador que aturde de engreimiento y falsos méritos, obedecen a un intermediario de asidua consulta entre Dios y ellos. Las ventajas de favores, empleos, cargos políticos, titulaciones son muy de agradecer y, por eso mismo, finalmente se agradecen con obediencias bastardas. Como en el episodio evangélico de los mercaderes del templo. (San Juan 2, 14 y ss; San Mateo 16, 26) Subrayemos que muy al contrario a lo sentido por los mártires, nuestros "hermanos mayores", que obedecían a la fe sin simonías ni deudas. Servir a la fe a través de la Iglesia, sin torrefactos ni sucedáneos, sin falsificaciones ni marranerías, es lo que se enseñó siempre como principio de todo bien y toda justicia. (Suma Teológica, II II-q.104-a.6.)
Obediencias y desobediencias en la Biblia
Hay no pocos ejemplos pero voy a destacar solamente dos.
Primero.- Muchas veces la obediencia se embrida en una desobediencia. Así, por ejemplo, cuando Eva y Adánobedecieron a la serpiente y a la vez desobedecieron a Dios. Obedecieron a la criatura serpiente, a la que veían, pero desobedecieron a Dios, al que no veían. Señalemos entre paréntesis este interesante retrueque al humanitarismo interpretado, fuera de contexto, en la epístola de San Juan. (1 San Juan 4, 20)
Segundo.- Quizás también debiéramos fijarnos en el episodio de Jesús, niño de doce años, embebido en discusión con los doctores. (San Lucas 2, 46) Ya sabe mi lector que José y María le perdieron entre los centenares de peregrinos que acuden a Jerusalén, justo igual que por estos días de primavera en que escribo este post. Lo escueto del relato de San Lucas nos obliga a rellenar con la imaginación cómo estarían de asustados esos padres, siempre en el secreto de su divina personalidad. Cómo preguntarían a amigos a lo largo de su caravana de carromatos y a otros grupos de caminantes. Podemos también contestar a nuestra perplejidad entendiendo que, sin duda, los doctores serían buenos anfitriones en darle alojamiento, con toda seguridad interesados en que no se les esfumara aquel portento que les visitó, Jesús. Fascinados, atraídos por lo que les decía. Sobre todo por cómo lo diría.
Veamos que, al fin, llegan sus padres y, como cuenta San Lucas, quedan boquiabiertos ante lo que ven. Su hijo rodeado de los doctores del Templo, nada menos, escuchándole “pasmados de la inteligencia de sus respuestas”. Es en ese momento que su madre – no su padre, atención – le reprocha: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te hemos buscado con angustia.» Entonces él les dice: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que me es necesario atender los negocios de mi padre?» ¡Caray, con el niño!, exclamaríamos de no creer que era el mismo Dios.
No obstante, qué sugestivo ejemplo - ¿por qué no mandato? - de misión para la Iglesia es este episodio de desobediencia a la sujeción debida a sus padres de la tierra, comparado con su sentido del deber. (¡Humm!... "desobediencia"..."sentido del deber"...) Contrariedad patente para la primacía que hoy concedemos al lado humano, sentimental, de todas las cosas.
Y más que sugestivo es que el Mesías eligiera para su primera muestra pública hacerlo ante los sabios doctores de Israel. Pienso aquí en los que critican a Dios (!) que acostumbre a manifestarse ante los que no cuentan en el mundo. Pues, miren ustedes qué resbalón, porque lo primero que hace el Muchacho Dios es presentarse a las autoridades de la religión judía.
Y tanto así de sugestivo, o aún más, para desmentido de esos doctorzuelos que hacen de Jesús un iniciado en la secta de los esenios. ¿Ya a los doce años...?
La nueva obediencia significa más o menos esto: "Debo creer lo que los prelados me digan aunque no sea verdad revelada y transmitida, ni tan siquiera creíble para la razón." Algo que no se identifica con la Verdad, en su propiedad de invariable sino con una nueva pastoral que se adhiere como lapa a «la herética evolución de los dogmas», la hermenéutica de la ruptura estudiada por Benedicto XVI, que pretende reinterpretar el Magisterio «en un sentido distinto del que primero mantuvo la Iglesia.» (Denzinger; núms. 2145, 2146 y 2147)
Asís, “la prueba de los nueve”
Pongámonos la mano en el corazón y reconozcamos que la autoridad que se arroga la moderna teología está muy por debajo del sentido común. Así que, partiendo de esto, qué nos sorprenderá ya que sigan con la ‘nueva pastoral' de Asís y su ecuménica paz que iguala a Cristo, Cordero de Dios, con Buda, con una gallina y con el Manitú de los pieles rojas. Parece que poco haya de importarnos la Encarnación y el deber de predicarla a todas las gentes. (San Marcos 16, 15-17)
Los hasta ayer católicos hoy debemos ser corteses con los que no creen como nosotros, y que nos importe un rábano que el empeño en ignorar nuestra fe les mande al limbo eterno. Por cierto, algo muy opuesto a aquellos tiempos primitivos en los que someterse a la fe, obedecer a la fe, era huella del Espíritu Santo sobre la “muchedumbre de sacerdotes” que oían a los Apóstoles y se hacían cristianos. (Hch 6, 7)
Nuestra obediencia se fija en Dios
Como los hijos con sus padres, como el soldado con sus mandos, como el Papa en su vicaría, la obediencia es buena o mala, perdónenme la insistencia, según el objeto que la mueve: si en virtud de su porqué y de su destino, o si en provecho del servidor y sus personales intereses. Si con ella destruimos la familia, si nos hace perder la guerra o permitimos que se someta al Representado a igualdades vejatorias, tal obediencia es sin duda una complicidad delictiva, la mayor de las iniquidades. (Suma Teológica II II-q.104-a.5). Porque los frutos adversos hacen indigno todo lo que nos llevó a obtenerlos.
Y en el caso de la fe, la Iglesia enseña que en aquello que pertenece al alma no estamos de ningún modo obligados a obedecer a un hombre, sino a sólo Dios, al que obedecemos a través de su doctrina consuetudinaria, milenaria, y no por sometimiento a una autoridad demasiadas veces salida de su órbita. De modo que haciendo paralelo del Papa, Soberano Pontífice, podemos decir con Pedro Crespo que
«Al rey la hacienda y la vida se ha de dar,
pero el honor es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios...»
(Calderón de la Barca, “El alcalde de Zalamea”)
Principio éste inalienable e irrenunciable, al menos en la Iglesia de Cristo... y, por extensión, en la ahora llamada “iglesia del papa” que, en definitiva, no podrá mantenerse si no es en la de Cristo. Sin Él nada podemos hacer.
En todo caso, sea visto con el tinte que se quiera, la propuesta de Luis Vives con que se abre este post valdrá también para cerrarlo:
«Tan perjudicial es desdeñar las reglas como ceñirse a ellas con exceso.»