Una bienaventuranza contracultural
Es lógico asociar a la mansedumbre con la docilidad y suavidad que se muestra en el carácter o en el trato. Pero creo que solo así se queda corto para ser una virtud de las bienaventuranzas, considerada como un fruto del Espíritu Santo, nada menos. No es esta una virtud con buena prensa, pues quien más y quien menos lo asocia por lo bajini con una suerte de debilidad. Para entender mejor esta bienaventuranza, hemos que emparentarla con categorías más cercanas a nuestro tiempo, como la inteligencia emocional, la autoestima o la asertividad; es decir, la madurez de los sentimientos. El inteligente emocionalmente hablando tiene mucho de virtuoso de la mansedumbre.
Aunque esté condenada socialmente como una característica de los débiles, es patrimonio exclusivo de los fuertes, de los que saben canalizar sus sentimientos positivamente aun en los momentos de tensión. Al igual que la paciencia, implica una gran fortaleza de ánimo. Los mansos son los fuertes que han aprendido a canalizar sus impulsos, no para reprimirlos, sino para sacar provecho de ellos. En cambio, el débil actúa con violencia para enmascarar su debilidad. O calla por cobardía. Mansedumbre y paciencia son atributos esenciales de la madurez emocional e íntimamente relacionadas con la humildad: aprended de mí, nos dice Jesús, que soy manso y humilde de corazón. Aprended de mí… significa que el Maestro sabe de la dificultad, y que debemos fijarnos en Él para dominar nuestro temperamento, porque la madurez en general y la emocional en particular no vienen solas. Lograr poner bajo control a la fuerza del temperamento se alcanza a base de madurez.
Claro que podemos aprender a ser mansos, a regular las respuestas emocionales. Pero este autocontrol emocional no es, en modo alguno, la negación o represión de nuestros verdaderos sentimientos sino la capacidad de construir emociones positivas que fortalecen la tolerancia a la frustración. Leo que solamente dos personas en la Biblia fueron llamados mansos: Jesús y Moisés. Ninguno de los dos fue débil ni cobarde. En este sentido, un pasaje evangélico me emociona especialmente como ejemplo clarísimo de mansedumbre lleno de amor; me refiero a cuando Jesús es interrogado por el sumo sacerdote, y recibe una bofetada. Por toda respuesta, le responde a quien le ha pegado: Si he faltado en el hablar, declara dónde está la falta; pero, si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?
La recompensa directa de la mansedumbre es la serenidad de ánimo, capaz de experimentarse incluso en medio de las mayores dificultades. Los mansos heredarán la Tierra, dice Jesús, una especia de advertencia de que ellos son los que ganarán, y no los violentos. Entre otras cosas, porque sus armas son las actitudes equilibradas que alcanzan consensos y logran grandes resultados sin generar más división. Lo dijo san Francisco de Sales, nada amortigua tan fácilmente los efectos de los cañonazos como la lana.
Los mansos son hoy los paladines del liderazgo del servicio y los constructores de una nueva humanidad. La mansedumbre es la gran fortaleza invisible de la que prescindimos por puro desconocimiento (y por orgullo, que todo hay que decirlo) para construir el Reino.
Aunque esté condenada socialmente como una característica de los débiles, es patrimonio exclusivo de los fuertes, de los que saben canalizar sus sentimientos positivamente aun en los momentos de tensión. Al igual que la paciencia, implica una gran fortaleza de ánimo. Los mansos son los fuertes que han aprendido a canalizar sus impulsos, no para reprimirlos, sino para sacar provecho de ellos. En cambio, el débil actúa con violencia para enmascarar su debilidad. O calla por cobardía. Mansedumbre y paciencia son atributos esenciales de la madurez emocional e íntimamente relacionadas con la humildad: aprended de mí, nos dice Jesús, que soy manso y humilde de corazón. Aprended de mí… significa que el Maestro sabe de la dificultad, y que debemos fijarnos en Él para dominar nuestro temperamento, porque la madurez en general y la emocional en particular no vienen solas. Lograr poner bajo control a la fuerza del temperamento se alcanza a base de madurez.
Claro que podemos aprender a ser mansos, a regular las respuestas emocionales. Pero este autocontrol emocional no es, en modo alguno, la negación o represión de nuestros verdaderos sentimientos sino la capacidad de construir emociones positivas que fortalecen la tolerancia a la frustración. Leo que solamente dos personas en la Biblia fueron llamados mansos: Jesús y Moisés. Ninguno de los dos fue débil ni cobarde. En este sentido, un pasaje evangélico me emociona especialmente como ejemplo clarísimo de mansedumbre lleno de amor; me refiero a cuando Jesús es interrogado por el sumo sacerdote, y recibe una bofetada. Por toda respuesta, le responde a quien le ha pegado: Si he faltado en el hablar, declara dónde está la falta; pero, si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?
La recompensa directa de la mansedumbre es la serenidad de ánimo, capaz de experimentarse incluso en medio de las mayores dificultades. Los mansos heredarán la Tierra, dice Jesús, una especia de advertencia de que ellos son los que ganarán, y no los violentos. Entre otras cosas, porque sus armas son las actitudes equilibradas que alcanzan consensos y logran grandes resultados sin generar más división. Lo dijo san Francisco de Sales, nada amortigua tan fácilmente los efectos de los cañonazos como la lana.
Los mansos son hoy los paladines del liderazgo del servicio y los constructores de una nueva humanidad. La mansedumbre es la gran fortaleza invisible de la que prescindimos por puro desconocimiento (y por orgullo, que todo hay que decirlo) para construir el Reino.