El cristianismo, desde su origen judío, cree que el mundo es el lugar donde los seres humanos podemos relacionarnos con Dios por medio de la realidad natural y social, de prácticas de amor y misericordia y del compromiso con la justicia y la bondad social. Un conjuro contra el coronavirus
| Bernardo Pérez Andreo
El cristianismo, desde su origen judío, cree que el mundo es el lugar donde los seres humanos podemos relacionarnos con Dios por medio de la realidad natural y social, de prácticas de amor y misericordia y del compromiso con la justicia y la bondad social. Nuestra visión del mundo se opone radicalmente al dualismo agonista que reflejan ciertos rituales que, como reliquias de un mundo extinto, perviven aún entre muchos fieles y sacerdotes cristianos. Aquella imagen del mundo es la responsable del clericalismo que arrastramos pesadamente en la Iglesia y del que no logramos despojarnos. Cuando seguimos insistiendo en rezos, ritos y conjuros como fórmulas válidas para relacionarnos con el mundo, natural o social, lo que hacemos es negar al Dios que se manifestó en Jesús de Nazaret, al que por toda intervención en el mundo expresó su compromiso con los últimos de la tierra muriendo en la cruz, instrumento de tortura del Imperio romano. Si los conjuros tuvieran algún efecto deberíamos pensar que Dios es un tacaño cicatero que no quiere dar la salud a sus hijos hasta que no cumplan con su voluntad y que nosotros no somos más que infantes dependientes. La madurez humana entre los creyentes implica tomar en serio a Dios, al mundo y a sí mismos, por tanto, considerar al ser humano como libre, al mundo como orden con leyes propias y a Dios como bondad suprema. Todo lo demás se sigue de aquí.