Esperanza desesperada
A lo largo de la historia hay muchos momentos en los que la única opción parecía la muerte de una forma de ser, de vivir, de entender el mundo, como salida al cierre de la historia. En todos esos momentos, la humanidad ha encontrado una luz que la ilumine, la esperanza. La esperanza no está en un futuro dichoso, ni en un futuro semejante al presente. No, esa es la visión que pretende sostener el status quo, el optimismo infantilizante de los aduladores del sistema imperante. Ellos pretenden que todo siga igual siempre, que nada cambie. Normalmente, estos tales, sostienen posturas denominadas como de derechas. En el otro lado, pero con igual fe, están los que anuncian una historia en progreso meliorativo, que avanza hacia delante y hacia arriba. Son los que se denominan de izquierdas. Unos y otros son optimistas recalcitrantes. Ambos niegan la realidad. Los primeros porque no la quieren ver; los segundos porque no la ven, directamente.
Por el contrario, la verdadera esperanza se vive más allá de toda evidencia. Como sostiene San Pablo. Más allá de la imposibilidad de la resurrección está la esperanza en una superación de la muerte pasando a través de ella. La esperanza no es una vida perfecta sin muerte; es la vida traspasada por el dolor de la muerte que conserva las marcas de la cruz. Nuestra esperanza está en que tras la barbarie, la tortura, la violación y la muerte hay una vida que la supera. Por eso, los cristianos creemos en la resurrección de los muertos y la resurrección de la carne, no en la inmortalidad. El Credo nada dice de ser inmortales o de que haya algo en el hombre, como el alma, que lo sea. El Credo afirma nuestra esperanza en la resurrección de los muertos y nuestra fe en la resurrección de la carne. La fe en la resurrección de la carne es la base para la esperanza en la resurrección de los muertos. Pero ambas nos hablan de una superación de la muerte en comunión, en conjunto. La carne, en griego, significa el conjunto de relaciones que establecemos, de ahí nuestra fe en que esas relaciones superan la muerte, pues están conectadas con Dios mismo. Por eso, esperamos la resurrección de los muertos, de los que vivieron y sufrieron, de los que establecieron esas relaciones, de nosotros mismos llegado el momento.
Tener esperanza es, como vemos en el libro del Apocalipsis, saber que solo tras la muerte viene la vida. Es una esperanza trágica, nada pueril, por tanto. Es una esperanza que nos hace plenamente humanos porque asumimos la muerte, pero la superamos. Asumir la muerte no es el indicio de humanidad, como Heidegger pretendiera, lo es asumir su superación. Todas las religiones son un indicio, no de la asunción de la muerte, sino de su superación. Pero el cristianismo ha ido mucho más allá que cualquier religión o civilización, identificando la superación de la muerte con una víctima de las fuerzas del mundo, una víctima de un imperio, una víctima torturada y masacrada en la que Dios mismo se ha hecho presente de forma que la violencia, el pecado, ha quedado superado. La muerte ha perdido su aguijón, dirá Pablo, porque el mal que la produce no tiene la última palabra. Esta es nuestra esperanza, esta es nuestra fe: que el mal estructural del mundo producido por los hombres no es el final, sino que la vida, la misericordia y la Paz tienen la última palabra. Es una esperanza profunda y dolida, es una esperanza desesperada, que sabe esperar más allá de toda evidencia.
Quizás, hoy, nos haga falta esa esperanza desesperada del jefe Crow que es capaz de destruir su pueblo para dar opción a su pueblo. Nuestro Planeta está en horas difíciles, más aún porque lo vivimos sin tragedia, como digera Lipovetsky de la posmodernidad, un final vivido sin tragedia ni apocalipsis. La inconsciencia nos impide estar a la altura de los tiempos que exigen una actitud trágica en el sentido griego: vivir la confluencia entre la necesidad y la casualidad. La única forma de salvar la humanidad es destruir esta forma de humanidad, de lo contrario nos quedaremos sin mundo que habitar, sin opciones de futuro. Lo más grave, a mi juicio, es que no hay nadie que cante la elegía por esta humanidad.