"Haga patria, mate un cura".

"Haga patria, mate un cura", era el slogan extendido en El Salvador, y en buena parte de América Latina, en los años más duros de la aplicación de la Política de Seguridad Americana, implementada por las administraciones estadounidenses de los años 70, 80 y 90, principalmente. Eran los años del mayor compromiso que la Iglesia hay tenido jamás con los compromisos de los pobres y contra las causas de las injusticias y la barbarie. La burguesía autóctona, ayudada por la inteligencia estadounidense y por la formación de la Escuela de las Américas, llevaron a cabo un plan de exterminio de los pueblos y sus líderes en toda América Latina con la excusa de la lucha contra la insurgencia y el comunismo. Aquellos pueblos, de profunda raigambre cristiana y fe tradicional, habían llegado a la conclusión de que sus situación no se debía a ninguna fatalidad histórica, mucho menos a un deseo divino. Antes bien, el Dios en que creían les prometía una felicidad aquí y ahora que ponía en cuestión las circunstancias en que vivían. La Iglesia, acompañando a estos pueblos, les dio las herramientas para entender su situación y se comprometió por completo. Por eso, la Iglesia católica dejó de representar el orden burgués y empezó a ser vista como peligrosa para los intereses del capitalismo internacional. El Informe Rockefeller así lo expresaba con absoluta claridad: "la Iglesia católica ya no es aliada de Estados Unidos" y por tanto hay que considerarla como un enemigo. Y así fue.

Mientras Reagan ponía en marcha su plan para enviar más de 8.000 misioneros de sectas evangélicas americanas cargados con dólares para robar feligresía a la Ilgesia, los escuadrones de la muerte secuestraban, torturaban y mataban a los catequistas, responsables de pastoral y sacerdotes católicos. La persecución fue muy dura y no se salvó ningún estamento eclesial, ni los religiosos, ni los obispos, nadie estuvo exento. En las comunidades rurales católicas se consideraba subversivo poseer y leer la Biblia. Para no ser asesinados, la Biblia la enterraban en el suelo de las casas. Pero aquella lectura en un contexto de persecución dio a la Biblia la fuerza que había perdido en siglos de lectura pueril y descomprometida. La Palabra de Dios se hizo, de nuevo, pueblo, y acampó entre nosotros. Muchos fuimos los que abrazamos la fe gracias a aquellos mártires, la mayoría de ellos anónimos, capaces de morir por su fe, aunque desde algunos sectores de la Iglesia les acusaran de comunistas y traidores y casi justificaran los asesinatos cometidos contra ellos.

La oficialidad de la Iglesia católica dejó de la mano de Dios a aquella Iglesia perseguida y masacrada, pero el pueblo aguantó en su carne los padecimientos como continuación de los de Cristo y aquella sangre derramada sembró la historia de América y de nuestra Iglesia para el florecimiento que estamos viviendo hoy con el papa Francisco. Francisco es la respuesta de Dios a las plegarias de aquellos mártires, de aquel pueblo torturado hasta quedar sin figura humana. Algunos, desde la jerarquía, jalearon a los asesinos, otros, con sus silencios y desplantes, los ampararon. Hoy, tras 25 años del martirio de los jesuítas de la UCA, y más de 30 de Monseñor Romero, vemos que la Iglesia empieza a ser la Iglesia vivida y predicada con la sangre del martirio, la Iglesia de los pobres. Volverá a ser perseguida, volverá a ser martirizada, porque el compromiso con los pobres y contra la riqueza que esclaviza ponen en movimiento las fuerzas demoníacas que habitan el sistema social imperante para defender sus intereses.

La gloria de aquellos mártires, su ejemplo, especialmente su ejemplo, es el que nos permite hoy vivir esta esperanza eclesial que nos compromete con los cambios radicales que nuestro mundo requiere. Por fidelidad y por agradecimiento, seguiremos comprometidos con los pobres y contra la causa de la injusticia.
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