Infinita tristeza

Una especie de tristeza me tiene atenazado desde hace unos meses. Es una emoción sutil pero que la noto cada vez con más fuerza, a pesar de que soy de carácter alegre, sin estridencias, pero alegre. Desde que me reconozco me identifico como una persona con ideales y vocación. Muy temprano quería ser profesor y eso se convirtió en una meta en mi vida, meta que ahora llega a plenitud con el nombramiento que he recibido como Profesor Ordinario de Teología en el Instituto Teológico de Murcia (Facultad de Teología, Pontificia Universidad Antonianum). Dentro de mi proyecto vital estaba el ser Doctor, y lo soy por dos ocasiones, Teología en 2006 y Filosofía en 2015. Además, hay en mí una gran inquietud por la investigación y la difusión de lo investigado. Fruto de ello son los cinco libros publicados hasta la fecha, la treintena de artículos científicos y los tres libros que tengo escritos, uno que se publica en Desclée en octubre, otro en PPC en febrero o marzo y el otro que aún no tiene fecha. No hago este elenco de mis logros personales por vanagloria u orgullo, sino para poner en contexto esta tristeza que me acecha. Una persona sumida en la tristeza vital lo puede ser porque no ha conseguido sus metas personales o porque su vida no tiene aliciente. En mi caso no es así. Mi trabajo me gusta y es muy gratificante, pues hago lo que me gusta entre gente con la que me siento a gusto haciéndolo. Me proporciona momentos realmente motivantes y grandes alegrías. Mi familia es otro foco de alegría y gozo indescriptible y no me falta nunca una motivación para seguir adelante. No, mi tristeza no está producida por mi vida personal, familiar o laboral. Viene de la realidad global que venimos observando los últimos ocho años.

Desde que el Neoliberalismo ha entrado en la fase de necrosis, los acontecimientos se aceleran, sobre todo los más dolorosos. La guerra mundial abierta por los recursos menguantes y por el control geoestratégico ha roto la estructura moral que aun se podía percibir, aunque débilmente, en tiempos anteriores. Hoy no resulta extraño que cualquier país busque su propio beneficio sin importarle las consecuencias que esto pueda tener. El ejemplo más claro es cómo muchos gobiernos de países ricos o relativamente ricos, bien directamente o bien por medio de grandes empresas, se han lanzado al control de los recursos agrícolas del Planeta sin ningún miramiento. El famoso Land grabinng,del que hemos hablado en este espacio, está poniendo en manos de los países enriquecidos las mejores tierras y aguas de África. A día de hoy la mayor parte de ellas ya lo están. Esto está expulsando de sus hogares a millones de africanos que ya ni tienen los recursos para producir, ni los alimentos que van directamente a las despensas de Estados Unidos, Europa o Arabia Saudí o China. Esto es una de las causas de que muchos emprobrecidos africanos musulmanes caigan en las redes de lo que fue Al-Qaeda y ahora es el Daesh, alimentando una guerra sinfín con Occidente. Francia está sopesando una intervención militar y Europa duda si entrar otra vez en Libia. A su vez, esta situación empuja a la gente hacia lugares donde haya agua y recursos, hacia Europa. Pero son retenidos mediante países-tapón que cobran grandes sumas por hacer de gendarme: Marruecos y Turquía, por ejemplo. Otros países son tapón porque la guerra desincentiva el tránsito. Esto nos lleva a contemplar con estupor cómo miles de personas mueren cada año ahogados en el Mediterráneo sin que Europa ponga los medios, que los tiene, para evitarlo. Y mientras, el corazón de Europa se endurece, es como si se creara callo en el alma al contemplar tanto sufrimiento.


Otro de los indicios de esta necrosis de la sociedad posmoderna neoliberal es el tráfico de órganos. Estados Unidos, China y Japón se oponen a cualquier regulación en esta materia que impida el lucroso mercado. Miles de niños desaparecen cada año y sus órganos van a parar a americanos que se lo pueden permitir. El receptor paga y no pregunta, mientras un niño ha sido secuestrado y asesinado para extraer el órgano que hará más fácil la vida. En Manila existe una lujosa clínica japonesa al lado del barrio más pobre de la ciudad. Es una clínica de trasplantes de órganos. En el barrio hay una mayoría de personas que solo tienen un riñón: lo venden por unos cientos o miles de dólares para que los japoneses puedan disponer de órganos compatibles. Se trasplantan riñones, pulmones, hígados y corazones. Se trata de una metáfora lúgubre de la sociedad actual: a los pobres se les extirpa lo último que les queda, la vida, para que los ricos puedan seguir viviendo. Por su parte, China no está interesada en regular el mercado porque trafica con los órganos de los condenados a muerte. Si en el siglo XIX se traficaba con la fuerza de trabajo, en el XXI se trafica con los cuerpos mismos de las personas. Vamos hacia una sociedad donde una gran mayoría será tratada como recursos para una minoría: tráfico de órganos, esclavitud infantil, trata de blancas...

Y en España la cosa no va a mejor. Desde que cuatro prestigiosos economistas de todo el espectro ideológico publicaran un artículo donde demuestran que los datos del PIB de España están falseados desde 2008 al menos, tenemos claro que la situación es insostenible. El gobierno de Rajoy y el de Zapatero, han hecho trampa, como en su día lo hizo Grecia, a la hora de computar el PIB, que sería un 18% inferior, lo que significa que la riqueza real es inferior y que la deuda es un 24% mayor. Además, la política de Rajoy ha destruido la Seguridad Social, con un déficit anual de 15.000 millones de euros y con la hucha de las pensiones a punto de ser abolida para poner sostener un modelo económico que está destruyendo España. Sin embargo, y esto es muy doloroso, en las últimas elecciones, quienes más han sostenido las políticas públicas que destruyen las pensiones han sido, precisamente, los pensionistas. Lean ustedes a Roberto Centeno, economista reputado de derechas y prohibido en las televisiones. Fue profesor de Montoro y no se explica la política fiscal y económica de este gobierno. Cuando se forme gobierno lo primero que se hará, para evitar el castigo de Europa, es más recortes para enjugar un déficit que supera los 66.000 millones, casi como en la última época de Zapatero. El gobierno de la austeridad ha sido el más despilfarrador de todos, y si no lo creen vean los datos: en cuatro años ha endeudado a España en más de 400.000 millones, sí, Rajoy el austero, y ha dejado las cuentas públicas en la bancarrota. Hoy, España es un país empobrecido, sin inversión en I+D+i y sin una clara orientación hacia un economía productiva. Nos limitamos a ser los camareros de Europa.

Pero, lo peor de todo para mí es la insensibilidad social, la moral pervertida de la población que ha sido estupidizada por los medios de comunicación. Preferimos mantener lo que hay antes que intentar cualquier cambio, pensando que con el tiempo todo se arreglará. No se arreglará sino que irá a peor, pues las consecuencias de nuestros actos acabarán pasando factura. Si tenemos un modelo económico basado en los servicios, de bajos salarios y alta precariedad, no podremos pagar unas pensiones dignas, ni sostener la sanidad y la educación para todos. Siguiendo el modelo, lo que nos espera es una sociedad de dos clases: los que podrán tener sanidad, educación y pensiones dignas y los que no. Estos últimos serán, por supuesto, los pobres, los trabajadores poco cualificados y las clase media baja. Habrá entre un 30 y un 40 por ciento de la población excluida. Pero, claro, es preferible lo malo conocido. Esta estulticia generalizada me produce espanto y congoja.

Hay un tema de Manu Chao que me acompaña desde que se publicó, Infinita tristeza, dentro del álbum Próxima estación... esperanza. Desarrolla un tema claramente evangélico, en concreto del cuarto evangelio, el de la hora. En qué hora vivimos y a qué hora llega el tren de la esperanza. La esperanza no nos abandona porque sabemos que Dios está del lado de los pobres, pero la hora se hace muy larga y los sufrimientos que nos esperan cada vez son mayores. La esperanza no la perdemos, pero la tristeza vital es un síntoma de que estamos vivos, de que somos capaces de misericordia y compasión con los que sufren.
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