Lo (im)posible, o la Inmaculada Concepción.
En esto me ha llegado otra información tan lacerante como la anterior y que hace cuestionar más si cabe las conciencias de todos los que nos sentimos concernidos ante la miseria moral y humana que se extiende a cada decisión que toman las autoridades contra, dicen, la crisis. Hablo de los suicidios y de la más que probable ocultación de las causas "hipotecarias" de muchos que son computados como suicidios habituales. Aunque todo suicidio es un drama en sí mismo, no es indiferente la causa, pues de esta dependerá tanto la valoración moral que pueda hacerse, como la búsqueda de supuestos inductores y soluciones plausibles. La pregunta que nos asalta es ¿por qué lo hizo?, qué motivó el paso al acto definitivo, por qué no hubo un freno en el último instante. Hace falta mucha determinación para poner fin a la propia existencia, o bien es necesaria una fuerte sensación de indignidad personal, vergüenza social y carencia absoluta de esperanza. Lo grave aquí es que cada vez hay más personas que encuentran las suficientes fuerzas para llevar a término su propósito, o no tienen ninguna esperanza en que mañana pueda ser mejor.
Sin embargo, la pregunta que me anda rondando estos días y que de verdad me lacera no es por qué lo hacen. Creo que es difícil juzgar a alguien que se ha quitado el don más precioso de que dispone, la propia existencia, como medio para el encuentro con los otros y, al fin, con Dios mismo. Cuando veo tantos seres humanos cayendo en la indigencia, sumiéndose en un abismo de miseria del que no podrán salir ya por sí mismo, mientras a su alrededor prosigue la fiesta consumista entre los que no hemos caído en la lacra del paro y más aún entre los que en estos tiempos no dejan de aumentar sus fortunas a costa de las colas del INEM y las listas de desahucios; cuando veo cómo los gobernantes siguen aplicando un plan perfectamente diseñado para expropiar lo público y salvar a los que jugaron en el casino del capitalismo mundial, mientras centenares de miles de conciudadanos, que solo intentaron vivir dignamente en una casa propia, son expropiados de su techo y arrojados a la indignidad social de la beneficencia pública o privada; cuando veo, al fin, que sacan pecho los que nos han robado a manos llenas y además nos hacen culpables de nuestra situación, mi pregunta no es por qué aquellos dieron el paso definitivo, el salto mortal final. No, mi pregunta, la pregunta que me planteo a mí mismo es: ¿por qué no damos nosotros ese paso definitivo?, ¿qué es lo que nos impide pasar al acto? Pero no el del suicidio, sino el de la acción social definitiva que ponga fin a tanta indignidad social, a tanta corrupción moral, a tanta miseria política, a tanta...
Mi cuestión ahora es qué nos frena para cambiar esto de una vez, por qué seguimos plácidamente sentados en casa, acudiendo al trabajo, llevando los niños al colegio, riendo un chiste o contando un cuento al acostar a los hijos. De alguna manera, siento aquello que dijera Adorno sobre la poesía tras Auschwitz: viendo lo que vemos, la vida no puede ser normal. Como sucede con el dogma de la Inmaculada, Dios hace posible lo imposible, hagamos nosotros también posible lo imposible, hagamos una revolución de lo humano, que nadie se sienta tranquilo mientras un hermano esté en necesidad, que las circunstancias no sean un impedimento para el paso al acto definitivo; que nuestra existencia sea un hacer posible en nuestras vidas aquello que se nos antoja imposible de hacer. Parece imposible dejar de pagar las deudas, parece imposible otra política, parece imposible repartir las riquezas, parece imposible abandonar el consumismo, parece imposible... que el Hijo de Dios nazca de una virgen.
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