Abre el corazón de los jóvenes a Cristo



El viernes pasado, en la oración que todos los meses tengo en la catedral con vosotros, los jóvenes, me impactó mucho vuestra participación. En un silencio lleno de contenido: dejabais entrar a Jesús en vuestras vidas, abríais vuestra vida y vuestro corazón y lo dejabais entrar en él, permitiendo que la Palabra de Dios inundase vuestra vida.

Estoy seguro de que esto os ha hecho comunicar a los amigos y conocidos lo que vivisteis, especialmente la gran experiencia de amor de Dios que en gratuidad total recibíamos esa noche. Porque Jesús no deja de actuar y sanar.

Cuando llegué a casa, me puse a escribir esto que ahora os quiero comunicar: sed atrevidos y valientes para anunciar a Jesucristo. Él nos está pidiendo que lo conozcamos más y más, que tengamos tal relación con Él que, con nuestra conducta, se manifiesten sus obras y sus palabras.

Seamos voz del Señor. Ello nos exige hablar de Él de tal manera que quien nos escuche y nos vea, descubra que no hablamos de un desconocido, que nuestras palabras no son huecas y vacías; todo lo contrario, hablamos de Alguien que conocemos con hondura, que ha impactado nuestra vida y que ha provocado una determinación de vida radical: lo hemos elegido como Maestro y amigo.

Decidimos dejarnos acompañar por Él y vivir en Él, desde Él y por Él. En definitiva, hacer verdad en nuestra vida esas palabras que Jesús nos dice en el Evangelio: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35). Implantar la novedad de Cristo en esta historia pasa por tomar el arma que Él nos regala: su Amor.

«El amor viene de Dios» (1 Jn 4, 7), pero tiene que mostrarse en el prójimo. Y esto es importante, pues la imagen que demos de Dios es determinante en la tarea de un discípulo misionero que toma la decisión de abrir el corazón de los jóvenes a Cristo. Pues el peligro es intentar evangelizar o dar noticia de Cristo de una manera que hagamos el anuncio mal noticiado, que resulte una imagen fea y falsa de Cristo. El Papa Francisco nos insiste en que anunciemos bien a Cristo, hablando de cómo Él «nos muestra la paciencia misericordiosa de Dios, para que recobremos la confianza y la esperanza, y las recobremos siempre, porque Dios siempre nos espera, nunca se cansa».

¡Qué bien viene entender esa expresión de san Juan de que «el amor viene de Dios»! En la parábola del buen samaritano lo vemos y entendemos. En ella Cristo desea mostrar quién es ese prójimo que cita la Ley divina: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27).

Para ser discípulo misionero entre los jóvenes, es necesario que te vean y nos vean como el Señor retrata al samaritano de la parábola: no se puede pasar de largo ante un herido y tirado en el camino, medio muerto. Tantos heridos encontramos: heridos por la soledad, por el sinsentido de la vida, por las esclavitudes a las que somete la cultura ambiente, perdidos en medio de esta sociedad, buscando solamente el tener, no encontrando lugar feliz en este mundo... Sigue teniendo vigencia la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?».

La respuesta también es contundente: mi prójimo es todo ser humano, sin excepciones. No preguntes la nacionalidad, la religión, las ideas que tiene, la clase social a la que pertenece. Basta que un ser humano esté en apuros, hay que ayudarlo y estar cerca de él, levantarlo, acompañarlo. Tú que te encontraste con Jesucristo y has experimentado su amor, cree en el amor que Dios tiene por todo hombre.

Siéntete llamado a amar como lo hizo Jesús. El amor viene de Dios. Y el amor expresado, manifestado en obras, es amor que cura y es la fuente de conocimiento de Dios. El conocimiento por el amor es de alguna forma la clave de toda la vida espiritual del cristiano, pues «quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 12-13).

Os invito a todos, y de una manera especial a los jóvenes, a realizar tres contemplaciones, que se convierten en tres tareas que vivir junto a Jesús, para transformarnos en esos discípulos misioneros y que tan claramente aparecen descritas en el Evangelio:

1. Contempla a Jesucristo y descubre que su corazón jamás está cerrado a nadie. Estoy seguro de que todos los que contempléis la vida del Señor, jamás encontraréis cerradas sus puertas: siempre abiertas a todos, y el pecador es el preferido. ¡Qué fuerza tiene escuchar de labios de Jesús que ninguno estamos excluidos de su amor! Cuando se experimenta ese amor, sentimos el gozo de ver otro camino nuevo, el de Jesús. Acércate a Jesús, a su persona, no a ideas sobre Él. En esa cercanía verás cómo Jesús te espera, te abraza, te perdona, te ama, te levanta, te anima. Contémplalo en su Palabra, en el misterio de la Eucaristía, en el prójimo.

2. Contempla a Jesucristo con los brazos abiertos en la Cruz. A veces cuando nos parece que está en silencio y no responde, mira la Cruz. La respuesta está ahí. Jesús con los brazos abiertos nos habla de amor, misericordia y perdón. Dios nos juzga amándonos y nos remite a la lógica de la Cruz que es la lógica de salir de nosotros mismos a darnos, es la lógica del amor más grande. Qué consuelo, qué hondura alcanza la vida, qué belleza compartir con todos esta convicción: si acojo el amor de Jesús estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por Él, sino por mí mismo, ya que Él no condena, Él salva y ama.

3. Contempla las llagas de Jesús que pasa por reconocer la dignidad de los necesitados. La compasión y la misericordia son la actitud de quien comparte la pasión de los demás, de quien sabe padecer con los otros. Esto es lo que hizo Jesús con nosotros y por nosotros, con nuestro sufrimiento, nuestra angustia, nuestro desorden. Volvamos la vida a Jesús, pongamos la vida en manos de Jesús, su dirección a las periferias existenciales y geográficas es tan clara y evidente que, en todo y por todos, nos empuja a hacer lo mismo que Él hizo: sanar heridas. El camino para encontrarnos con Jesús no es otro que no sean sus llagas, es el camino de la misericordia. Salgamos al camino de los hombres, curemos las llagas de Jesús que se muestran en la vida de los hombres.

Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro, arzobispo de Madrid
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