Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?

El evangelio de hoy comienza con una pregunta, que siempre me ha parecido la principal pregunta que se pueda hacer una persona. Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Esa pregunta se puede expresar también de otros modos. ¿Cómo debo vivir para que mi vida tenga sentido? ¿Qué debo hacer para que mi vida valga las penas que cuesta vivirla? ¿Qué debo hacer para que la certeza de la muerte no arruine el propósito de vivir bien y de manera constructiva? ¿Qué debo hacer para alcanzar la plenitud, la felicidad, a la que aspira mi corazón? Esa pregunta que el doctor de la ley hace a Jesús para ponerlo a prueba es en realidad una pregunta que no nos podemos tomar a la ligera, ni podemos utilizar para ponerle trampas a nadie, porque es la pregunta acerca de para qué vivir. La vida eterna es la meta a la que tiende nuestra vida, es el objetivo hacia el que secretamente aspiramos y que pensamos que sólo se alcanzará junto al mismo Dios.

La pregunta se refiere a un asunto importante. Pero la respuesta no es difícil ni inalcanzable. Jesús mismo le dice al escriba que le ha preguntado, que la respuesta la tiene él mismo a su alcance. “Tú eres doctor de la ley, tú eres una persona entendida en la Palabra de Dios, ¿qué es lo que está escrito en la ley?, ¿qué lees en ella? Y el escriba pudo darle una respuesta correcta a Jesús: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo. La respuesta era fácil, el escriba ya la sabía. La puesta en práctica de ese mandamiento se hace difícil, no porque el mandamiento sea en sí mismo algo arduo, sino porque otros intereses nos distraen de su ejecución. Hoy nos lo decía la primera lectura. Dios enseña al pueblo por medio de Moisés y le dice: Estos mandamientos que te doy, no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, de modo que pudieras decir: ‘¿quién subirá por nosotros al cielo para que nos los traiga, los escuchemos y podamos cumplirlos? Por el contrario, todos mis mandamientos están muy a tu alcance, en tu boca y en tu corazón, para que puedas cumplirlos.

El mandamiento de Dios para nosotros es en primer lugar el mismo Jesús. Él es el mandamiento que Dios nos ha enviado para que nos instruya, nos perdone, nos dé vida, nos anime y abra para nosotros el camino de la vida eterna. Antes que un mandamiento expresado en palabras, el mandamiento que lleva a la vida eterna es el mismo Jesús. Él es también el que cumple y vive de manera excelente el mandamiento que lleva a la vida eterna. Él amó a Dios, su Padre, con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas y con todo su ser; y también amó a su prójimo, es decir, a nosotros, hasta dar la vida por nosotros en la cruz. No sólo nos amó como se amaba él a sí mismo, sino que uno puede pensar que Jesús nos amó incluso más de lo él amaba a sí mismo, pues dio su vida por nosotros.

Por eso es oportuno el himno de alabanza a Cristo, que ha sido nuestra segunda lectura de hoy y que encontramos al inicio de la Carta a los colosenses. El pasaje nos dice en primer lugar que Cristo es la imagen visible de Dios invisible. Por lo tanto, en él vemos y conocemos la plenitud de Dios en forma humana. Por eso es él mismo el cami-no, que debemos seguir para alcanzar la vida eterna.

El himno luego describe dos misiones de Cristo en relación al mundo. Él es el primogénito de toda la creación. Eso quiere decir que en su condición humana, el Hijo de Dios ocupa la primacía entre todas las criaturas. En él tienen su fundamento todas las cosas creadas, del cielo y de la tierra. Todo cuanto existe, especialmente nosotros mismos, los humanos, encontramos en él consistencia y eternidad. En cuanto Hijo de Dios, él existe antes que todas las cosas, y todas tienen en él su consistencia. Por eso la creación entera está orientada a la plenitud de Dios. Todo cuanto existe tiene en Cristo su referencia y en Cristo tiene también su orientación hacia Dios.

Por otra parte, al considerar a la humanidad creada de nuevo por la muerte y la resurrección de Cristo, él es el primogénito de entre los muertos, porque su resurrección es la causa de la resurrección de todos nosotros. Unidos a él, los creyentes formamos un solo cuerpo con él: él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. En la Iglesia Cristo nos alimenta con su Palabra, nos nutre con su Cuerpo, nos vivifica con su Espíritu. Cristo es aquel que con su vida nos enseña a cumplir el mandamiento y nos sostiene para que también nosotros cumplamos el mandamiento del amor. En Cristo alcanzamos la vida eterna.

Dice el evangelista que Jesús aprobó la respuesta del escriba, quien había identificado el mandamiento del amor a Dios y al prójimo como el camino para alcanzar la vida eterna. Has contestado bien. Si haces esto, vivirás. Pero el escriba, para hacer difícil lo que era fácil, se fue por el sendero fuera del camino para distraerse en otra pregunta que le serviría como excusa para esquivar la conversión que le permitiera cumplir el mandamiento: ¿quién es mi prójimo, ese que debo amar como me amo a mí mismo? ¿Es mi prójimo el pariente que pertenece a mi familia, el amigo que forma parte de mi equipo deportivo, el hermano que comparte conmigo en mi grupo religioso, el compañero que tiene un trabajo como el mío y pertenece al mismo gremio laboral? ¿Es mi prójimo la persona buena que merece recibir mi amor y mi apoyo? ¿Es mi prójimo el conocido que me ha ayudado en otras ocasiones y hacia el que siento el deber de agradecerle con una ayuda de mi parte? ¿Quién es mi prójimo?

Jesús entonces cuenta la conocida parábola del buen samaritano. Un hombre es asaltado por bandidos que lo dejan medio muerto. No sabemos nada de él: ni su profe-sión, ni su nacionalidad. No sabemos si era un hombre piadoso que practicaba su religión o si era un hombre sin fe; no sabemos si era un bandido igual que los que lo asaltaron o era un hombre honesto. Lo único que sabemos es que estaba medio muerto a la vera del camino. En la parábola Jesús hace pasar primero a dos miembros del estamento religioso, un sacerdote y un levita. Ambos ven al herido, dan un rodeo y pasan sin auxiliarlo. Quizá creyeron que estaba muerto y no querían inhabilitarse para cumplir sus funciones cultuales por el contacto con un cadáver.

Jesús no nos da esas explicaciones; soy yo el que trato de justificar de algún modo su acción para mitigar su responsabilidad. Ellos no actúan así por maldad, sino porque tienen sus prioridades en desorden. Piensan que el camino hacia la vida eterna es el culto del templo y no quieren inhabilitarse para realizarlo. Pero Jesús quiere enseñar que el culto que lleva a la vida eterna es la caridad con el necesitado. Por eso, en su relato, Jesús hace pasar a continuación un hombre samaritano, uno que en opinión de los judíos, estaba en desorden con Dios. Pero este es el hombre que se acerca al herido, lo auxilia y hace por él todo lo necesario para que se restablezca. Él es el que actúa de tal modo que se encamina a la vida eterna; en realidad estaba en orden con Dios.

Jesús devuelve al escriba su pregunta. El escriba había preguntado: ¿quién es mi prójimo? Jesús al final le pregunta: ¿Cuál de los tres se portó como prójimo de hombre asaltado? Prójimo no es una categoría previa ya hecha, es una categoría siempre en construcción por la caridad. Soy yo el que hago prójimo mío a la persona a quien me acerco en su necesidad. “Prójimo” no es la persona que está cerca de mí; “prójimo” soy yo en relación a la persona a la que me acerco en caridad. Por eso también, esta parábola se ha entendido como una parábola del mismo Jesús, que es el buen samaritano, que bajó del cielo y se llegó a nosotros, que estábamos heridos por nuestra propia mortalidad, y nos curó y nos llevó al mesón de la Iglesia para que acabáramos de sanar y alcanzáramos así la vida eterna. La frase final con que Jesús concluye su conversación con el escriba, es también su mandamiento para nosotros hoy: Anda y haz tú lo mismo.

Mario Alberto Molina, arzobispo de Los Altos, Guatemala
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