El obispo que escribía contra ETA

«Intelectual con los pies en la tierra y un corazón tan grande que no le cabía en el pecho». Así definen los que mejor le conocieron a monseñor Eugenio Romero Pose, el obispo auxiliar de Madrid, que falleció ayer, víctima del cáncer, a los 58 años de edad. Unos lo recuerdan por su prestigiosa contribución al estudio de la Patrología. Otros, por ser el ideólogo de los documentos de la Conferencia Episcopal contra el terrorismo. Pero todos coinciden en alabar su personalidad cordial, atenta y sencilla.

Era un gran intelectual, pero no presumía de ello. Considerado como uno de los más importantes expertos en Patrología, su obra era reconocida a nivel internacional. Algunos llegaban a asegurar que Don Eugenio era el digno continuador de otro gran patrólogo español, su maestro el padre Orbe.

Al estilo del Papa Ratzinger, monseñor Romero Pose proponía sus ideas, sin imponerlas. «No buscaba nunca machacar al adversario, sino compartir certezas y opiniones, de una forma fraterna y servicial. Nunca fue un apologeta beligerante», dice su buen amigo Angel Matesanz, vicario episcopal de Madrid en Vallecas. De hecho, todas sus homilías y todas sus intervenciones comenzaban siempre de la misma manera: «Quiero compartir con vosotros...».

Eugenio Romero nació en Santa María de Bayo (La Coruña), en 1949. Cursó los estudios eclesiásticos en el Seminario de Santiago de Compostela de 1959 a 1969. Ya de pequeño, destacaba por su inteligencia y el entonces cardenal Quiroga, consciente de su valía, lo mandó a estudiar a Roma, a la Pontificia Universidad Gregoriana y al Pontificio Instituto Oriental. Fue ordenado sacerdote en la iglesia parroquial de su pueblo natal por el entonces arzobispo de Santiago de Compostela, monseñor Angel Suquía, el 27 de julio de 1974.

Doctor en Teología, con especialidad en Patrologia, ha sido director y profesor del Instituto Teológico Compostelano, director de la revista Compostellanum y del Centro de Estudios Jacobeos.

Profesor de la Facultad de Teología del Norte de España (Burgos) y profesor invitado en la Universidad Gregoriana y en la Facultad de Filosofía y Filología de la Universidad de Santiago. Fue rector del Seminario Mayor de Santiago hasta su nombramiento episcopal.

En Santiago lo conoció monseñor Rouco Varela que, a los tres años de haber tomado posesión del arzobispado de Madrid, lo nombró su obispo auxiliar. Era el 1 de mayo de 1997 y Romero Pose tenía tan sólo 47 años. Y por delante, un futuro prometedor y una carrera fulgurante.

Y eso que nunca fue carrerista. De hecho, siguió siempre al lado y a la sombra de su arzobispo, que siempre tuvo en él una confianza absoluta. El cardenal Rouco lo trajo a Madrid como encargado del «diálogo fe-cultura». Y a ello se dedicó en cuerpo y alma. Y aunque nunca quiso brillar, los obispos pronto fueron conscientes de su valía y lo eligieron para presidir una de las comisiones episcopales más complicadas, la de la Doctrina de la Fe.

De hecho, como presidente de la citada comisión, tuvo que ejercer la «vigilancia doctrinal» de la Conferencia Episcopal y tuvo que condenar (aunque esa palabra no estaba ni en su talante ni en su diccionario vital) primero al teólogo Juan José Tamayo y, últimamente, al bioético jesuita Juan Masiá. En ese papel de «guardián de la fe», publicó, el año pasado, la instrucción pastoral Teología y secularización en España, en la que denunciaba la labor de algunos teólogos como la causa principal «de la secularización interna de la Iglesia». El documento fue recibido de uñas por los teólogos españoles, pero respaldado por Roma que lo publicó en el Osservatore Romano.

Su salto a la fama pública le vino de la mano de los dos documentos más importantes de la Conferencia episcopal contra el terrorismo de ETA. El primero del año 2002, Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias. Un documento brillante, que sentó la doctrina posterior del episcopado sobre la espinosa cuestión del terrorismo y del nacionalismo. Y el segundo, publicado el mes de noviembre de 2006, Orientaciones morales ante la actual situación de España, en el que participó a fondo, junto a monseñor Fernando Sebastián.

Siempre atento y cariñoso, tenía una palabra agradable y una sonrisa para todos. Tanto en Santiago como en Madrid deja poso y huella profunda. Hombre de fe y oración, siempre rehuyó los honores y los cargos. Nunca tuvo coche ni chofer y, cuando la morriña llamaba con insistencia a su puerta, cogía el tren y se iba a pasar unos días a su pueblo, a Bayo, para volver a sus raíces, respirar la brisa marina y abrirse a los horizontes del infinito.

José Manuel Vidal (El Mundo)
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