El poder de la curia

El Vaticano sigue siendo el poder más fascinante de cuantos gobiernan a los hombres. Un poder monárquico y estrictamente jerárquico. Sin embargo, en términos prácticos, el acceso a ese poder papal -y el goce de sus beneficios- sigue siendo sinónimo de acceso a la misma persona del Pontífice y, secundaria y concatenadamente, acceso a los cardenales que gobiernan los dicasterios.

Al menos eso es lo que la historia de la Iglesia católica ha mostrado a lo largo del último tercio de siglo XX y parte del presente, durante el pontificado de Juan Pablo II. Pero también se había demostrado antes, cuando, por ejemplo, un personaje como el jesuita cardenal Bea era el consejero más directo del Papa Juan XXIII.

Cuenta la leyenda que, recién instalado en Roma, San Josemaría Escrivá percibió cómo al «terzo piano», a la tercera planta de los apartamentos papales, tenían franco acceso numerosos jesuitas, ya con Pío XII, y también con los pontífices que le siguieron. Los sucesores de Escrivá y su todavía joven fundación del Opus Dei tendrían que esperar años para gozar de esa misma confianza con Juan Pablo II, el Papa que admitiría finalmente la fórmula canónica del Opus, la prelatura personal, no entendida y rechazada por sus predecesores.

No hubo entonces nada nuevo bajo el sol. Siglos antes, San Ignacio de Loyola había sudado sangre con la fundación de la Compañía de Jesús, y había dicho aquello de «timeo multitudinem, etiam episcoporum», es decir, «temo a las multitudes, incluso a las de obispos». Cuentan que San Ignacio palideció visiblemente el día que fue elegido Papa Pablo IV, el cardenal Juan Pedro Caraffa, con el que sus encontronazos habían sido gloriosos. Temió entonces el santo vasco un retroceso de la Compañía, ya se se trataba de una orden religiosa singular, dentro de la renovación espiritual del siglo XVI.

Pero a lo que vamos es a que el gobierno papal, por muy espiritual que sea, se desenvuelve mediante un mecanismo personalista en el que también cabe esa frase tan usual con la que se interroga al amigo que se tenga en el poder civil: «Oiga, eminentísimo cardenal, ¿qué hay de lo mío?». Sin embargo, van produciéndose indicios de que Benedicto XVI tiende a ser Pontífice escurridizo en materia de acceso al poder a través de los amigos curiales.

Hace unos meses daba un primer signo al sacar del dicasterio de la «Propaganda Fide» -Congregación para la Evangelización de los Pueblos- al cardenal Creszencio Sepe, un purpurado relativamente joven, 63 años, al que esperaba todavía una trayectoria ascendente en el Vaticano. Sepe ha sido destinado a la sede de Nápoles, lo que muchos han interpretado como un corte brusco en una carrera eclesiástica que hasta el presente controlaba un dicasterio de los mejor provistos económicamente y con tutela sobre buena parte de los obispos del mundo, aquellos que se hallan en tierra de misión.

Tiempo después, Benedicto XVI ejecutaba el nombramiento como secretario de Estado -su número dos- del cardenal Tarcisio Bertone, en sustitución del todopoderoso cardenal Angelo Sodano, de 78 años, quien pretendía permanecer en el cargo hasta cumplir los 80.

El nombramiento de Bertone ha sido singularísimo: el Papa anunció su entrada en la Secretaría de Estado con tres meses de antelación, algo desconocido, ya que las designaciones vaticanas se ejecutan de inmediato. Según varios vaticanistas, este modo de proceder de Benedicto XVI respondió a que el nombre de Bertone había sido filtrado con antelación por el entorno de Sodano para tratar de quemar al personaje y a su nombramiento. Algunos cardenales le habían solicitado al Papa que recapacitase y no nombrase a alguien que no procedía de la carrera diplomática.

Benedicto XVI, resbaladizo, no sólo no cambió de parecer, sino que adelantó su nombramiento, aunque con la delicadeza de dejarle a Sodano tres meses para poner sus asuntos en orden en la Secretaría de Estado. Del nuevo portavoz del Vaticano, el jesuita Lombardi, ya hablaremos.

Javier Morán (La Nueva España)
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