El caso es que desde hace setenta años decían que los canónigos no servían para nada, pero siguen. En mi época de seminario se comentaba: Jesucristo fundó la estirpe canongil cuando en el Huerto de los Olivos se dirigió a sus discípulos, los encontró dormidos, y les dijo: “Dormid ya y descansad”. No dejaba de tener humor la frase, pero nuestros queridos clérigos siguen y siguen. Y lo curioso es que pocos dicen “¡no!”, si el obispo les propone la bicoca. Algo apetecible tiene la profesión cuando pocos la desprecian.
Tuve un profesor, Jesús Lezáun, que ganó por oposición el oficio tan codiciado entonces. Y ocho años más tarde, renunció a la prebenda, convencido de que aquello poco tenía de evangélico. Otro cura tomó gozoso el relevo; además ya sin molestarse en preparar las tesis de Teología para el debate por el beneficio.
Una vez dentro del estamento del alto clero, en el cabildo existen también castas: desde el deán, presidente del equipo privilegiado, al carbonero, el último mono, con el mismo título de “muy ilustre”, igual que el jefe, pero dentro del grupo es un don nadie; algunos están sufriendo el oficio con humillación, les parece digno de un monaguillo ser portadores del incensario, y no propio de un sacerdote a quien habría que tratar de usía.
Pero lo que me llega al alma es la cuestión de la precedencia: es decir, el orden con el que salen de la sacristía hacia el coro, o acuden a ciertas procesiones o ceremonias. Es algo muy establecido por reglamento y que ha de respetarse con exactitud. El primero que desfila es el carbonero, el último mono; el último, el deán o quien preside la celebración eucarística. Los demás han de respetar su puesto con escrúpulo. A ninguno se le ocurrirá ocupar el sitio de otro. O sea, todo lo contrario a lo evangélico. Y según la opinión de las personas ajenas al cotarro, una ridiculez, una niñería, una mezquindad.
Más grave aún esto de la precedencia cuando por medio entran obispos, arzobispos, cardenales… el protocolo también es estricto. ¿Hasta cuándo estas niñerías, mientras está por medio la salvación de las almas, la extensión del Reino de Dios en el mundo? En el fondo, un escándalo. Llamemos a las cosas por su nombre. O si queremos decirlo de una manera más suave, una vanidad tonta o una soberbia estéril.
¿Por qué, dado que existen aunque no debieran existir, porque no sirven para nada, al menos no salen de su redil de una manera espontánea? Espero que en muchos cabildos hayan solucionado el problema.
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