Herida

La paloma enferma no volaba como las demás. Permanecía encogida en un lado de la calle, con las plumas destempladas, sin moverse cuando pasaba alguien.



Si un niño cruel la mataba, quizá le haría un favor: así terminaría su suplicio.

Sor Consuelo pasó camino del convento. Cogió la paloma con mucho cuidado y la llevó a su celda, donde intentó alimentarla y reanimarla sin resultado.

El animalito murió esa noche.

Sor Consuelo tomó su cuerpecillo, lo sacó al gran patio del convento y lo enterró en un bello rincón, junto a un rosal cuajado de rosas en primavera.
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