Sor Consuelo bajaba la calle, camino de sus obras de piedad.
Una viejecita, sentada en un escalón, pedía limosna. ¿Por qué lo hacía?
La monja le preguntó por su salud y por su vida. La viejecita anhelaba un poco de atención, de cariño. Le contó que se llamaba Ana. Estaba sola. No recordaba dónde vivía ni cómo había llegado hasta allí; si tenía familia o no.
Las gentes pasaban por la calle: turistas, estudiantes, trabajadores. Nadie se paraba.
Sor Consuelo tomó de la mano a Ana y la llevó al ayuntamiento, donde tardaron horas en identificar y localizar a la familia.
Una hija de Ana se presentó alarmada para hacerse cargo de ella. Sólo entonces sor Consuelo se volvió tranquila a seguir con sus obras de piedad.