"La voz del Evangelio tiene la fuerza de atravesar el caos y resonar para todas las naciones" "No todos los cambios son señal de una catástrofe total"

Templo de Jerusalén
Templo de Jerusalén

Jesús, después de pasar el día en el templo, se dirige con su grupo hacia Betania, y mientras sube la ladera del monte de los Olivos, escucha a uno de sus discípulos que exclama admirado: «¡Qué piedras! ¡Qué construcciones!». Expresaba su sentimiento ante aquella majestuosa belleza, pero también el de su pueblo. Su solidez impactaba el sentido estético, pero también la imaginación y el sentido de seguridad de un pueblo. Las descripciones que tenemos nos dicen que fue construido con enormes bloques de piedra trabajada de hasta 13 metros de largo. Una construcción sólida y hermosa es signo de fuerza, de estabilidad.

Jesús escucha estas conversaciones. Luego interviene: «¿Ves estos grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Imaginamos esas hermosas piedras rodando una sobre otra. Un rayo en un cielo despejado. «¿Cuándo sucederá todo esto?», le preguntan consternados Pedro, Santiago, Juan y Andrés.

No quedará piedra sobre piedra

Marcos, que está contando (13,1-13), recoge las palabras de Jesús que pintan un escenario con pinceladas intensas e inquietantes. El orden mundial se reducirá a un caos: «se levantará nación contra nación y reino contra reino». No solo eso: también la tierra, nuestra casa común, será trastornada: «Habrá terremotos en diversos lugares y habrá hambrunas: este es el comienzo de los dolores».

El odio prevalecerá y se abatirá sobre los discípulos de Jesús con persecuciones, acusaciones y traición. «Os entregarán a los sinedrios, seréis golpeados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio de ellos», dice Jesús. Lo que significa que el poder religioso y el político establecerán una conexión entre ellos en función de la agresión. El establishment se consolida y conspira.

El desorden afectará también al orden de la familia y de los afectos fundamentales: «el hermano matará al hermano, el padre al hijo, y los hijos se levantarán para acusar a los padres y los matarán». La conmoción se describe con un gran angular. Hay un tiempo en el que todo parece derrumbarse, tanto en la vida personal como en la de la sociedad y el mundo.

Sin embargo, Jesús advierte y habla de un posible malentendido clamoroso. Todo se derrumba, sí, pero atención: «¡cuidaos de vosotros mismos!», advierte. «Cuando oigáis hablar de guerras y rumores de guerras, no os alarméis; tiene que suceder, pero aún no es el fin». Entre estos profetas de la fatalidad, imaginamos también a los falsos profetas del apocalipsis, los de nuestros días, que reclutan milicianos capaces de acelerar esta destrucción. Si todo se derrumba, ¡que se vaya todo al diablo! Jesús pide que no nos dejemos aterrorizar cuando oigamos hablar «de guerras y revoluciones». No las niega, sino que las afirma. Pero también dice que ese no será el final. No todos los cambios son señal de una catástrofe total. Hay que distinguir las señales, tener discernimiento, entender lo que está pasando.

Precisamente en esta situación, Jesús ve el Evangelio «anunciado a todas las naciones». La voz del Evangelio no es estruendosa y fuerte como la de los hombres fuertes de nuestros días; no resuena de forma aterradora y prepotente. Pero tiene la fuerza de atravesar el caos y resonar para todas las naciones. Jesús sabe que los suyos serán «aborrecidos de todos» y «llevados cautivos», pero garantiza que quien persevere hasta el final será salvo. Y ni siquiera será necesario encontrar las palabras adecuadas para defenderse: «porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo». Hay una fuerza en la palabra del Evangelio y en su promesa que sabe atravesar, resistiéndole, el fin del mundo.

Volver arriba