"La Iglesia debe fijar su residencia en lugares expuestos a los rápidos, los vientos e incluso las tormentas" En la época de los cambios vertiginosos, se necesita una teología rápida

Rápidos
Rápidos

"El 'rápido' es el tramo de un río cuyo lecho se empina de repente, produciendo una aceleración de su curso con olas y turbulencias"

"La característica del «cambio de época» es que las cosas ya no parecen estar en su sitio. Lo que antes explicaba el mundo, las relaciones, el bien y el mal, ahora parece haberse vuelto inútil"

"La Iglesia ha perdido la dirección de la producción cultural, que tenía su base y su finalidad en una visión teológica de la vida"

"La memoria de la Iglesia debe unirse al instinto para transformarlo en «intuición», que es la capacidad de sentir, discernir y evaluar rápidamente una situación a medida que se desarrolla"

Los cambios que experimentamos no son 'veloces'. Son «rápidos». La Iglesia nunca ha prestado mucha atención a la velocidad de los fenómenos. En cambio, ha hecho hincapié en su «rapidez». Fue Juan Pablo II quien habló del «rápido desarrollo de las tecnologías», por ejemplo.

En el adjetivo «rápido» encontramos la raíz de «raptar», es decir, agarrar, arrastrar. El tren es rápido: circula imperturbable por una vía sin implicar a nada más. La alta velocidad es la suya propia. «El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable, cuyos registros marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres», señala Italo Calvino en sus “Lecciones americanas”. Rapidus, en cambio, no es lo que corre, sino lo que embelesa, arrastra, sobrecoge. Y también es capaz de implicar actitudes, modos de vida, concepciones de la realidad, de la política. La invención de la luz eléctrica «secuestró» el ritmo de nuestros días; las redes sociales, nuestra capacidad de relacionarnos; la inteligencia artificial, nuestra forma de pensar.

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Tempestad calmada

Esta acelerada actualidad nos exige atravesarla. Me viene a la mente la invitación de Jesús a los discípulos: «Pasemos a la otra orilla», que -por cierto- fue el lema de uno de los viajes apostólicos más delicados y difíciles de Francisco, el de la República Centroafricana. Pasar a la otra orilla «presupone un paso que tiene lugar en las conciencias, actitudes e intenciones de las personas», dijo entonces el pontífice.

Al atardecer, Jesús está ante la multitud a orillas del mar de Galilea, una extensión de agua expuesta a repentinos vendavales. Habla desde una pequeña barca que se mece entre las olas. En ese preciso momento -quizá el menos oportuno- invita a la gente a pasar. Está oscuro. No va a ser una travesía iluminada por la luna: el caos llega en forma de aguas turbulentas. De repente, «se levantó un gran vendaval y las olas entraban a raudales en la barca, que ya estaba llena». El caos no perturba a Jesús. De hecho, está sentado en la popa, sobre su almohada, durmiendo. Y este sueño debía de ser profundo si ni siquiera se despierta por el azote de las olas y el agua que había invadido la barca. El caos no perturba el descanso. El Señor es siempre dueño de la situación, incluso cuando está «dormido». Y así es como interviene como libertador. Inmediatamente «cesó el viento y reinó una gran calma». Jesús puede, pues, decir a sus discípulos: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4, 35-41).

Esta imagen retrata bien la llamada de Jesús a pasar a la otra orilla, atravesando aguas amenazadoras y rápidas. El «rápido» es el tramo de un río cuyo lecho se empina de repente, produciendo una aceleración de su curso con olas y turbulencias. No se trata de una corriente tranquila, ni de una cascada. Son las aguas en las que navegamos a nuestro paso.

En las olas leemos las transformaciones culturales y sociales que hoy se han agudizado, pero también nuestros miedos. La característica del «cambio de época» es que las cosas ya no parecen estar en su sitio. Lo que antes explicaba el mundo, las relaciones, el bien y el mal, ahora parece haberse vuelto inútil. Parece probable que lo que nos parecía normal sobre la familia, la Iglesia, la sociedad y el mundo ya no sea como antes. En español, Francisco evocó la rapidez, que «aprisiona la existencia en el vórtice de la velocidad», llevando a «puntos de referencia en continuo cambio». No podemos engañarnos pensando que vivimos una situación transitoria, en la que hay que esperar a que pase, y entonces las cosas volverán a ser como siempre han sido. Tampoco podemos asumir la actitud del avestruz y hacer «como si» el mundo fuera diferente. Necesitamos el valor de superar nuestros miedos, de cruzar el mar y hacer la travesía junto con la humanidad de nuestro tiempo.

Rápidos

Surcando estos rápidos, hoy vemos un gran cambio en la relación entre el cristiano y la cultura. La Iglesia ha perdido la dirección de la producción cultural, que tenía su base y su finalidad en una visión teológica de la vida. Nuestra tabla de surf no siempre nos sostiene. El modo de evangelizar, de entrar en culturas complejas, híbridas, dinámicas y cambiantes como las de hoy, implica la madurez de comprender que somos actores, y quizá a veces protagonistas, pero siempre juntos y junto a otros. Nuestro futuro ya no se construye en pos de «hegemonías culturales».

En esta realidad de cambio cultural, surgen nuevos actores, con nuevos estilos de vida, formas de pensar, sentir, percibir y establecer relaciones. En esta situación cultural, el mayor desafío es dialogar empáticamente, incluso en la búsqueda de nuevos lenguajes para expresar la fe. Una mala reflección crítica y un escaso discernimiento pueden conducir, por otra parte, a un subjetivismo religioso fundamentalista o a un sincretismo superficial. Estamos llamados a leer esta inquietud de la sociedad y a valorarla porque todos los sistemas que intentan «apaciguar» al hombre son perniciosos. Debemos mantener viva la capacidad de soñar «nuevas versiones del mundo» (Papa Francisco). En esto consiste nuestra travesía de los rápidos de nuestro tiempo. Debemos llevar nuestros motores al límite para superar el remolino de Escila y Caribdis.

No debemos ser víctimas del miedo ante los grandes cambios de la historia. Los que estamos experimentando, después de todo, son muy significativos, pero ciertamente no son los primeros en la historia de la humanidad. Por ejemplo, ya hemos experimentado cambios bruscos de «inteligencia» en la historia: pensemos en la revolución de la Ilustración, a la que luego respondió el Romanticismo. La humanidad produce estos cambios y debe aprender a gestionarlos con sabiduría.

Contemplar a Cristo vivo en nuestro tiempo libera al cristiano de las tentaciones que piensan que es necesario reciclar el Evangelio convirtiéndolo en un taller de restauración o en diversos laboratorios utópicos. Es necesario tener el valor de lanzarse hacia el futuro, confiados en que el Señor no es sólo un «faro» que permanece inmóvil y emite luz desde lejos, sino que está junto a nuestra barca sacudida por las olas, salvándonos con el resto de su consuelo. Él es el Señor de las mareas. El caos no perturba su descanso ni le hace perder el dominio de la situación.

Escila y Caribdis

La teología, por tanto, debe asumir la tarea de pensar las olas, así como las orillas de recalada, de lanzarse a los rápidos y pensar deprisa, corriendo, sin quejarse de que no tiene tiempo para razonar, para planificar. Necesitamos un pensamiento teológico rápido, una «teología rápida». Y ya no basta con pararse siempre a mirar las estrellas para orientarse: hay que aprender a comprender su posición en la carrera para trazar rutas. Corremos el riesgo de mantener una visión demasiado «ontológica», teórica y estática de la contemplación. Corremos el peligro de seguir creyendo en Mercurio (y su destreza) bien separado de Saturno (y su contemplación solitaria). No necesitamos este politeísmo.

También debemos comprender la dirección de los vientos y prever posibles vendavales. Este es, al fin y al cabo, el sentido original de la «cibernética» (etimológicamente el arte de pilotar), que es estar 'in actione contemplativus', como ya proponía la 'devotio moderna' en los siglos XIV-XV y luego la espiritualidad ignaciana. Pero también lo apuntó bien el jesuita P. Claude Larre en su espléndido (y olvidado) comentario espiritual sobre el antiguo Tao Te King: el enfoque contemplativo de Lao Tzu entiende el vivir como un arte que se acopla al contexto y al flujo de la realidad. La memoria de la Iglesia debe unirse al instinto para transformarlo en «intuición», que es la capacidad de sentir, discernir y evaluar rápidamente una situación a medida que se desarrolla.

La Iglesia -con mayor razón debido a su sinodalidad cada vez más radical- necesita hoy habitar no sólo refugios seguros, donde pueda guiar a la gente como lo hace en los terremotos. También debe fijar su residencia en lugares expuestos a los rápidos, los vientos e incluso las tormentas que sacuden el mundo. Es en estos lugares ásperos y ventosos donde sopla el Espíritu.

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